Crónica de la degradación
Ojo, lector en singular (hipocresías aparte), he aquí la novela española más importante que he podido leer en los últimos años, no sé si diez o quizá veinte, pues ya estamos aquí fuera del mundo, del mundo editorial, de las listas de novedades, de los libros más vendidos, de los premios y de las academias, de las ceremonias sociales y suplementos culturales, por una vez debiéramos extraernos (salirnos) de nuestras casillas para entrar como se debe (o como se debiera) en el reino de la literatura de verdad, en el universo imperecedero, frágil y universal del arte literario sin adherencia alguna. He aquí un libro importante y eso es todo o al menos es la noticia más importante que traigo hoy y que hacía ya demasiado tiempo que no había podido traer para compartir con nadie. Se titula Paradoja del interventor, y es la cuarta novela de Gonzalo Hidalgo Bayal (Plasencia, 1950), autor de varios libros más entre relatos, ensayos, poemas y otras obras de varia lección, hasta un total de once, pues acaba de reunir dos cuentos espléndidos en la plaquette Un artista del billar (Alcancía, Cáceres, 2004).
PARADOJA DEL INTERVENTOR
Gonzalo Hidalgo Bayal
Del Oeste Ediciones
Badajoz, 2004
240 páginas. 12 euros
Conocí su obra el año pasado, cuando participé en el jurado que otorgó a su tercera novela, Amad a la dama (ojo con el palíndromo) el premio Extremadura a la creación literaria de autor extremeño publicada en 2002, que se llevó casi de calle. La novela, recreación del mito cervantino de El celoso extremeño, superaba sus intentos anteriores de Mísera fue señora la osadía (1988) y El cerco oblicuo (1993), más frágiles por su vanguardismo a ultranza y por su experimentalismo quizá más suicida, pero que ya daban noticia de la existencia de un escritor singular, afirmado también en la novela corta Campo de amapolas blancas (1997) y en los cuentos medievales de La princesa y la muerte (2001). Pero quizá fue su ensayo Camino de Jotán (1994), sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio, lo que más me convenció por la profundidad y precisión de su estética y el rigor de sus planteamientos literarios, que ahora he visto perfectamente cumplidos en este último libro que tanto me ha impresionado, de verdad.
Bien, pues si la literatura de Sánchez Ferlosio es la de un héroe de nuestro tiempo (el único que nos queda, al menos el mayor de todos), el principio de esta Paradoja del interventor parece más kafkiano que ferlosiano, aunque también nos trae ecos del mejor Juan Benet, de su fabulosa (y real) Región, y no es mala esta trilogía para completar el panorama. Por una parte, se trata de la construcción de un mundo (el Yarfoz de Ferlosio) y por otra, de un mundo arruinado (la Región de Benet), aunque su arranque nos recuerde el del Castillo kafkiano, la llegada inexplicada del interventor (que no sabe todavía que lo es o lo va a ser enseguida, un agrimensor que no mide nada) que pierde el tren en una ignota estación de provincias. Y así entabla una doble relación con el servidor de la cantina y con un cliente que bebe vino en un rincón musitando de vez en cuando alguna frase en latín. A partir de ahí, el interventor inicia una peregrinación en busca de sí mismo, lo que le permite recorrer el extraño universo en el que se ha perdido, que se convierte en una imagen de la degradación total del mundo en que vivimos.
El interventor recupera así
una falsa identidad, no "interviene" nunca nada, ni en nada, es un personaje inocente, pasivo, en blanco, como si fuera la resignación en estado puro, que circula por la estación, el pueblo y sus alrededores en busca de anclaje, de raíces, de una identidad verdadera. Sólo le prestan ayuda algunos seres marginales, el servidor de la cantina, una churrera, un barquillero, un bufón autodenominado Cristo (que le embarca en un vía crucis etílico a lo largo de catorce tabernas), mientras va sufriendo el rechazo (de un hospital) la ignorancia (municipal), el desprecio (de un monasterio) y la agresión violenta de unos amantes marginales o de las bandas juveniles, para recalar al final en una colectividad de mendigos (y espectadores de un cine que no sirve para nada) dirigida por un trapero mondador de naranjas, antes de relacionarse con dos extraños personajes sordos-simultáneos, un guardabarreras y un afilador, que además son hermanos entre sí y que le acompañarán hasta un final no se sabe si abierto o cerrado, tras escapar a tres extraños atentados tan misteriosos como evidentes.
Pero ¿cuál es el mundo en el que ha caído este falso interventor que en nada interviene? Un espacio histórico reconvertido en las ruinas de un pasado remoto, que conoció otrora un efímero renacimiento económico y que ahora yace en una degradación universal, con una administración anquilosada sumido en el desorden actual donde nada es lo que parece -ni municipio, ni hospitales, ni convento-, donde sólo algunos seres marginales y soñadores le permiten una supervivencia precaria, en medio de los desórdenes y la violencia generalizados. Alguien podría pensar en un extraño simbolismo que puede lastrar el evidente alcance de este libro misterioso, pero toda alegoría implica cierto simbolismo, y basta para evitarlo la sencillez, precisión, sabiduría y clasicismo de una prosa como la de Hidalgo Bayal, teñida de cultura, de nostalgia, de ternura y no exenta también de una buena dosis de ironía cuando lo necesita. Es un apólogo kafkiano, desde luego, pero sometido a un clasicismo ferlosiano y que al final desemboca en la descripción universal de un mundo arruinado, dejado de la mano de Dios, como el de las historias bíblicas de aquel Faulkner que recreaba Juan Benet sin parar, como si la Biblia fuera la cuarta base de una tetralogía inmortal. La crónica, en resumen, de una degradación universal que con toda sencillez, ternura y precisión, quizá sea la nuestra misma, la de nuestros más actuales tiempos, lo siento.
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