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Encuesta sobre la monarquía

En algunos medios ha sentado muy mal que el baremo de mayo del CIS reprodujera casi en términos literales una pregunta sobre la Monarquía que ya se había hecho, y con resultados muy similares por cierto, en el 2000. Naturalmente lo que ha sentado mal no es la pregunta, porque como ya decía Shaw no hay preguntas indiscretas: las indiscretas en todo caso son las respuestas, y estas indican que España es un Reino en el que son muy escasos los monárquicos y en el que el personal tiene sentimientos encontrados acerca de la Institución. Si la Monarquía se considera en abstracto no cabe duda de que el personal no profesa una particular afición a la Institución: solo apenas un cuarto contesta negativamente a la pregunta de si la misma es una forma política superada y el cuestionario revela claramente que la Monarquía carece de legitimación fuera del principio democrático. Pero la indiscreta pregunta 18 del baremo no se hace en abstracto, y cuando de la teoría descendemos a la praxis comienza a entenderse por qué sistemáticamente, desde 1977, la Monarquía es la institución más y mejor valorada del país, y prácticamente la única que no ha conocido deterioro: prácticamente la mitad de los encuestados asienten cuando se les pregunta si la Monarquía asegura estabilidad y orden y más de ocho de cada de diez respaldan la afirmación de que se trata de una Institución anclada en la historia nacional. No deja de ser significativo que este último sea el interrogante con menor tasa de falta de pronunciamiento: no llega al doce por ciento. Así están las cosas.

Las acusaciones de inoportunidad y manipulación no valen el papel en que están escritas ¿Acaso no es pertinente preguntar por la Monarquía en el baremo del mes en que se casa el heredero de la Corona? Claro está que como suele suceder cuando nos hallamos ante quienes se rasgan las vestiduras es de temer que los fariseos no anden muy lejos. Porque lo que a los críticos les molesta no son las preguntas: son las respuestas. No creo que a estas alturas nadie pueda extrañarse por que la credibilidad de la doctrina de la monarquía de derecho divino sea muy baja. Por lo que yo sé la última vez que un partido la ha invocado en su programa político se dio en la Alemania Guillermina, en el partido conservador libre y en 1902. En nuestra historia esa doctrina no fue sostenida ni siquiera por los absolutistas del primer tercio del XIX, que obtenga el respaldo de algo más del siete por ciento habría que calificarlo casi de éxito monumental, salvo que lo tomemos como un indicador que desvela posiciones políticas autoritarias, lo que me parece bastante más probable. Mayor meditación merece el virtual empate entre quienes atribuyen a la Monarquía la propiedad de asegurar la sucesión y quienes se la niegan (39,5 para los primeros, 38,2, para los segundos), toda vez que la diferencia específica de la Monarquía se halla precisamente que en ella siempre hay una persona a la que la ley atribuye un derecho individual a ser Jefe del Estado, y que normalmente esa persona es conocida y cierta. En nuestro caso lo es. Probablemente asoma aquí la insoluble contradicción entre la Institución y el principio democrático, contradicción que nuestra Constitución resuelve admirablemente bien: el Rey carece de poderes efectivos de Gobierno, que sólo corresponden a quienes provienen directa o mediatamente del sufragio. Puede que alguien se escandalice, pero si lo hace se debe a que no sabe lo que es la Democracia, lo que es la Monarquía o sencillamente desconoce lo que son las dos. Un Estado es Democrático cuando y en la medida en que los gobernantes lo son con carácter temporal, a titulo de magistrados, están sujetos a responsabilidad, proceden del sufragio y se alternan en el poder por decisión de los electores votando libremente en condiciones de sufragio universal. La Corona no puede satisfacer esos requisitos sin negarse a sí misma. Por eso la Constitución sitúa al Rey fuera del catálogo de los gobernantes. Es más, la condición de utilidad de la Corona en condiciones de legitimidad democrática es precisamente ésa.

Y a esa contradicción responde la respuesta mayoritaria que entiende superada la Institución: como forma de gobierno la Monarquía está efectivamente superada. En condiciones de legitimidad democrática la Monarquía no puede ser órgano de gobierno. Que alguien deduzca de ello que la Institución sea rigurosamente prescindible significa sencillamente que no entiende a la Institución, ni el papel que le corresponde en un estado democrático moderno. La monarquía puede convivir con el principio democrático, si, y sólo si, deja de ser un órgano con poderes efectivos de gobierno para pasar a ser una magistratura de orden simbólico y ceremonial, dotada de auctoritas, cuya intervención en el proceso político se limita a una función arbitral. El Rey tiene derecho a aconsejar, a impulsar y a estar informado, dice la máxima inglesa. Y dice bien. Es más, resulta innegable que la Corona, por su naturaleza, tiene ventajas comparativas a la hora de desempeñar ese papel.

Lo que late en el fondo de las repuestas es algo bien sencillo de exponer: si entendemos por "monárquico" a la persona con sentimientos favorables a la Institución entendida como órgano de gobierno, España es un país en el que tal especie es sumamente rara. Contamos con un Reino en el que los monárquicos son una pequeña aunque influyente minoría. Desde la perspectiva sentimental no cabe duda de que el país es republicano. La importancia del trabajo político del Rey aparece así en toda su amplitud: si Bismarck decía de Canovas que era un político de gran talla porque había conseguido algo tan difícil como hacer una Monarquía en un país de republicanos, no parece que D. Juan Carlos merezca un juicio menor. La clave del éxito radica en que nuestro Estado responde a la descripción que del Reino Unido hacía un notable jurista alemán del principio del XX: es una república coronada. Y la condición de posibilidad de que la Monarquía dure radica precisamente en que lo siga siendo. La ausencia de un amplio y difundido sentimiento monárquico, ausencia que la encuesta correctamente detecta, obliga a la Monarquía a ser valorada por su utilidad, y obliga al Monarca a ganarse cotidianamente los galones. No parece que la receta de la república coronada nos haya ido mal

Otra cosa es que ésa sea la solución más próxima a nuestro corazón, empero de lo que se trata no es tanto de sentimientos cuanto de racionalidad política. Leyendo algunos comentarios de prensa sobre la encuesta publicados estos días comprendo lo acertado de algo que gustaba decir mi maestro: "Los ultras, más monárquicos que el Rey, son nefastos para las monarquías".

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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