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Columna
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Juego de pelota

He viajado a México hace unos días en pleno furor de la Eurocopa. Allí me enteré de que España había empatado con Grecia, y en el vuelo de regreso a Madrid, el comandante de Iberia se dirigió a los viajeros para comunicarnos con una voz que quería parecer objetiva que acabábamos de perder frente a Portugal. Miré a mi alrededor con cara de indignación para conectar con la indignación de los demás, pero ya habíamos comido o cenado, se habían bajado las ventanillas, se había hecho la oscuridad en el interior y, aunque eran las cuatro de la tarde, quien más quien menos se había cubierto con la manta, había reclinado el asiento y se había colocado el antifaz que se incluye en la bolsa de aseo, regalo de la compañía, lo que nos daba a todos aspecto de convalecientes. Las azafatas, cual enfermeras, pasaban por los pasillos de esta sala de reposo y nos ofrecían vasos de agua y zumo con un susurro.

Así que mi indignación se quedó sola, desairada, como esos niños a los que no admiten en ningún grupo. Si se me hubiese dado la oportunidad, si hubiera tropezado con un gesto amigo, habría dicho que no me dolía que la selección española perdiera, soy incapaz de sufrir por un partido de fútbol, ya sufro bastante por otras cosas. Es más, el fútbol me da igual, no logro captar su esencia. Lo que me indigna es que nos gastemos esas burradas de dinero para que ni siquiera haya una selección nacional como Dios manda; que la mitad de los telediarios estén dedicados a este deporte, para que luego empatemos con Grecia; que yo tenga que saberme a la fuerza nombres de personajes que no me interesan absolutamente nada como Iñaki Sáez, Scolari, Santini, o conocer las resonancias magnéticas de Figo o Raúl mejor que las mías, que siempre me las explican por encima. Me gustaría que llegasen a mis oídos desde los medios de comunicación con la misma insistencia y pasión informativa nombres de científicos, que se me contasen con tanto pormenor como el gol de menganito las últimas investigaciones con células madre, algo que a la postre puede repercutir en mi vida más que el fútbol. Para mí, lo único atractivo del asunto son las piernas de los futbolistas, pero llega un punto en que las piernas me aburren tanto como sus ruedas de prensa. Y me desespera que a los aficionados y al público en general no les parezcan mal o les dejen indiferentes las escandalosas cifras que cobran esos chicos, todo para poder leer el Marca o el As cuando se dirigen a sus trabajos a dejarse la piel para pagar la hipoteca de la casa. No lo entiendo, a no ser que se trate de un hábito ancestral y necesario sin el cual estaríamos aún más desorientados de lo que estamos. Porque, si lo pienso, desde tiempos remotos han existido esas gradas desde las que la masa contempla cómo unos contrincantes combaten, luchan, para que haya victoria y derrota, alegría y tristeza.

Y, de pronto, medio dormida, me acordé de algo que había visto en México, en las excavaciones de Tula más exactamente, un campo en forma de H, flanqueado por muros inclinados, que se repite por toda la cultura mesoamericana y que se llama "juego de pelota". Dos equipos o dos oponentes tenían que hacer pasar, por unas argollas de piedra pegadas en las paredes, una pelota de caucho, que pesaba casi tres kilos, y que sólo podía ser tocada por codos, caderas y rodillas debidamente protegidos. No era sólo el deporte nacional maya, sino un ritual religioso implicado con la vida y la muerte, el cielo y el inframundo, la noche y el día, el sol y la luna, en que el movimiento de la pelota influía en el movimiento de los astros, de hecho la cancha representaba el cielo, y que los grandes señores y dioses estaban obligados a practicar. Tal vez el fútbol haya heredado este carácter sagrado y por eso resulte tan impopular criticarlo y también el que a los futbolistas se les considere algo así como semidioses. Por supuesto, en el peligroso juego de pelota los perdedores no se limitaban a marchar cabizbajos hacia los vestuarios, sino que se sacrificaba a uno de ellos, acaso más, por decapitación, estableciendo así una relación de forma entre la cabeza, la pelota y las estrellas. Quizá de aquí provenga la expresión, por fortuna metafórica, de van a rodar cabezas. Y puede que haya algo más entre aquel juego, que se remonta a tres mil años antes de nuestra era, y este imprescindible fútbol, una secreta conexión mitológica que lleva al Real Madrid a celebrar sus triunfos en la fuente de la magullada diosa Cibeles, y al Getafe en La Cibelina.

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