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Columna
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Movilización popular

La llamada política del agua lleva décadas de controversia. Y lo que te rondará, morena. Ha generado millones de declaraciones pero hasta ahora no ha aportado ni una gota a quienes más la necesitan.

Para tener una foto fija de la situación actual de la inacabable polémica, hay que recordar que la derogación del trasvase del Ebro ha abierto un triple frente de oposición entre los afectados: recurso al Tribunal Constitucional contra la decisión del Gobierno; iniciativa popular, que requiere medio millón de firmas ciudadanas para llevarla a cabo, y pura y simple movilización en la calle. Ya lo ha anticipado el presidente murciano, Ramón Luis Valcárcel (y no Rodríguez de Valcárcel, como dijo en un lapsus freudiano Jaime Mayor Oreja, al confundirlo con el último presidente de las Cortes franquistas): "Si tenemos que manifestarnos en la Gran Vía madrileña, el presidente de los murcianos será el primero en hacerlo" (con permiso de Paco Camps, se entiende).

Estamos, pues, en un momento de movilización popular, tanto para recabar firmas de la gente, como para sacarla a la calle.

Algo similar pasa en Salamanca, con el dichoso asunto del archivo de los papeles de la Guerra Civil. Para adherirse al mantenimiento íntegro del actual fondo documental en la capital charra, funcionan mesas petitorias de firmas en los principales lugares de la ciudad, así como páginas de adhesión en los periódicos locales. Todas las instituciones públicas y privadas de la región ya han estampado allí, lógicamente, su nombre y apellidos. El alcalde salmantino del PP, Julián Lanzarote, un tipo tosco y con maneras de matachín, ha advertido con su belicoso tono habitual: "De aquí no saldrá ni un solo papel". El que lo intente, pues, que se atenga a las consecuencias.

Como se ve, pese a la prédica de la política del buen rollito que impulsa retóricamente José Luis Rodríguez Zapatero, el horno no está para muchos bollos. Por una parte, existe un larvado enfrentamiento entre algunas regiones españolas. Por otra, la pugna partidista siempre coge a alguien a contra pie, pillado entre la fidelidad regional, por una parte, y la obediencia debida a su partido, por otra. Es el caso del senador socialista salmantino José Castro Rabadán, portador hace años de la pancarta que encabezaba una masiva manifestación contra el traslado del archivo y que ahora se ve obligado a votar a favor de su devolución.

Estos alineamientos forzados producen la sensación de que las decisiones políticas tienen más que ver con la conveniencia de sus protagonistas que con el bien común que pregonan los manuales convencionales. Eso le pasaba al Gobierno central, en la época de José María Aznar, que se entendía mejor con las comunidades autónomas afines, a las que beneficiaba más en comparación con otras. Así se entiende, por ejemplo, la construcción de un AVE entre Madrid y Valladolid, que está prácticamente a tiro de piedra de la capital, sin necesidad de alta velocidad alguna.

Ahora, con el PSOE en La Moncloa, pasa exactamente lo mismo, aunque los beneficiados sean otros: desde la escenificación del acuerdo sobre la deuda pendiente con Andalucía (liquidada por la misma cantidad ofrecida en su día por el PP), hasta la derogación del trasvase que pedían los gobiernos de Aragón y Cataluña, pasando por el anuncio del tren de alta velocidad a Teruel. Esta última decisión, con desconocimiento manifiesto de la Generalitat Valenciana, la hizo pública la ministra Magdalena Álvarez de la mano, como quien dice, de su correligionario y presidente aragonés, Marcelino Iglesias.

Por el contrario, los consejeros autonómicos de sanidad del PP han dado un ostensible plantón a la ministra del ramo, Elena Salgado, simplemente por pertenecer al partido rival, al margen de las presuntas razones con las que han pretendido justificar su actitud.

Así estamos: entre la teoría del buen talante, el diálogo y el consenso, por un lado, y la práctica real de la movilización popular, por otro. Si para unos fue buena y santa la del 13-M frente a la sede del PP en Génova, mientras que resulta dañina cualesquiera otra, para sus oponentes sucede justamente lo contrario. Como siempre, la calle continúa siendo entre nosotros el último recurso de la política.

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