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Tribuna
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Maragall contra los burócratas

En el instante mismo en que supe, a través de los medios audiovisuales, que Pasqual Maragall había aprovechado la reunión del consejo nacional del PSC, el pasado domingo, para proponer que los socialistas catalanes recuperasen el grupo parlamentario propio en el Congreso, me pregunté qué cara habría puesto al oírle el invitado de honor de la asamblea, el victorioso eurocandidato José Borrell. La respuesta estaba en una espléndida foto de Inma Sáinz de Baranda para La Vanguardia del lunes, y era lo que en intraducible expresión catalana se conoce como una cara de set déus. Luego he leído en EL PAÍS y otros periódicos que, durante el propio cónclave dominical socialista y después, no pocos correligionarios han descrito la propuesta del presidente de la Generalitat como una fantasía personal, una ocurrencia; otra maragallada, en suma. Esta vez, sin embargo, creo que el desdén y la condena son tan equivocados como injustos.

Veamos. A lo largo de todo el siglo XX nunca se dio el caso de que, bajo un régimen parlamentario, la misma fuerza política gobernase -o fuese siquiera hegemónica- a la vez, simultáneamente, en Cataluña y en España. Jamás. Y no me refiero sólo al papel dominante desempeñado aquí por las sucesivas formaciones nacionalistas (la Lliga, Esquerra Republicana, Convergència i Unió); aludo también a que cuando, en la primera década del novecientos, los republicanos de Lerroux dictaban la ley en Barcelona, su partido prácticamente no existía en el resto del Estado, o a que cuando, en los años de la Segunda República, el PSOE se configuró como el gran partido de la izquierda española, su presencia en Cataluña era residual y acabó desapareciendo en julio de 1936. Eso, por no hablar de la CEDA, o del fracaso del Partido Reformista Democrático en 1984-86, o...

Pues bien, esta tozuda constante histórica acaba de romperse hace apenas unos meses: gracias a un cúmulo de factores que no cabe analizar ahora, el PSC gobierna Cataluña mientras el PSOE dirige España; la situación no tiene precedentes. Sin embargo, y puesto que las diferencias de cultura política entre ambas realidades nacionales subsisten -no de igual modo que en 1903 o en 1932, pero subsisten-, permanece también la dificultad estructural de que un único partido, con discurso uniforme e idéntica agenda, mantenga por largo tiempo la hegemonía electoral, social, cultural, tanto aquí como allá. ¿Solución? Que el PSC no aparezca como el mismo partido que el PSOE, que posea los máximos atributos formales de soberanía y, sobre todo, que tenga amplio margen de maniobra discursiva y gestual para instalarse de lleno en el rovell de l'ou de la centralidad política catalana; esto es, para mimetizarse en y apropiarse de ese paisaje que Jordi Pujol ajardinó con mano maestra durante un cuarto de siglo.

Creo que es en este contexto donde hay que situar las últimas y nada improvisadas iniciativas maragallianas: no sólo la reclamación del grupo parlamentario para el PSC, sino también el viaje oficial a Euskadi y las declaraciones sobre el plan Ibarretxe. Sí, claro que la actitud del PSOE ante Ibarretxe se mantiene muy fría y que el rechazo del plan soberanista sigue siendo dogma de fe; pero cuando el presidente Maragall fue a abrazarse con el inquilino de Ajuria Enea y a defender su plan, no pensaba en contentar a Ferraz ni a La Moncloa: pensaba en la opinión pública catalana, entre la que el lehendakari y sus proyectos de mayor autogobierno gozan de un prestigio casi mágico. Tampoco Pujol compartió nunca la radicalidad del PNV, pero supo beneficiarse siempre, ante el electorado catalanista, de la imagen de "amigo de los vascos".

En cuanto a que los socialistas catalanes tengan voz propia en el Congreso, se trata, desde luego, de una vieja demanda, pero que adquiere nuevo significado a la luz de los cambios políticos de noviembre y marzo pasados. Hoy día, el rival del PSC a la hora de defender los intereses materiales o simbólicos de Cataluña en la Carrera de San Jerónimo ya no es sólo ni principalmente Convergència i Unió (el adversario), sino también Esquerra Republicana e Iniciativa (socios en la Generalitat y muletas en Madrid de la mayoría corta de Rodríguez Zapatero). Siendo así, Maragall piensa probablemente -y juiciosamente- que individualizar a los 21 diputados del PSC en un grupo distinto del PSOE para, acto seguido, lanzar una especie de OPA amistosa hacia los ocho parlamentarios de ERC y los dos de ICV con objeto de atraerles a "abordar conjuntamente las cuestiones que afecten a la política catalana", no sólo ahorraría sobresaltos al tripartito y al PSOE; además, aumentaría mucho la credibilidad del PSC como nuevo pal de paller del catalanismo político. Nótese, a este propósito, cómo ha sido de desabrida la reacción de Esquerra.

Sí, comprendo que desbancar a un enquistado rival político y luego asumir buena parte de su discurso pueda resultar chocante, e incluso incómodo para algunos, pero la realidad se complace a menudo en las paradojas. De cualquier modo, los grandes adversarios de Pasqual Maragall en el terreno que hoy nos ocupa van a ser -están siendo ya- aquellos que, dentro del PSOE y del PSC, conciben la política sólo dentro de los caminos trillados, de un modo estrechamente burocrático, como un mero regateo de atribuciones o la aplicación puntillosa de unos cuantos reglamentos: los José Blanco ("es un tema recurrente", "no forma parte del debate político en este momento"), Diego López Garrido ("no sería posible ni reglamentaria ni políticamente", "no está en el orden del día") y similares. Es la batalla de la audacia y la imaginación contra la previsibilidad funcionarial.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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