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El liberalismo como forma de vida

El liberalismo, más que una teoría o un programa político, es una forma de vida; y sólo porque lo es, puede convertirse en una teoría que sea persuasiva y un programa político que sea factible. El liberalismo es una tradición de ideas y sentimientos arraigados en las actividades de un grupo humano compuesto por individuos acostumbrados a ejercer su libertad en el respeto de la de los demás. El problema con el liberalismo español es el carácter interrumpido de esa tradición y el carácter todavía superficial de esa forma de vida en estos momentos.

Si el liberalismo fuera sobre todo una teoría, hace tiempo que predominaría en un país que, como España, tiene tantas personas ansiosas por seguir sus impulsos en un estado de moderación ideológica delicuescente. Apenas tiene rivales, pues el cristianismo ha retrocedido al fondo del escenario y ha dejado clara su compatibilidad con el pensamiento liberal, y los credos socialistas o conservadores, en sus versiones blandas, tienen fronteras porosas y borrosas con el liberalismo, y, en sus versiones duras, han sido refutados mil veces. Y, sin embargo, las ideas del liberalismo no acaban de echar raíces en un país en el que predomina el pensamiento débil utilitarista y hedonista de quienes conceden a la libertad un valor sólo instrumental, y tienen curso abundante todos los estereotipos de una vaga filosofía de oposición a un orden de libertad, cuya derrota reiterada nunca cambia el corazón de gentes afanosas por repetir su error.

Si el liberalismo no triunfa con un debate teórico, tampoco se construye aplicando un programa político. Si los políticos liberales lo son de un modo auténtico, no pueden imponerse de manera autoritaria sobre una sociedad que no es liberal, y suelen acabar en compromisos insatisfactorios, un paso atrás y un volver a empezar. Si son vehementes y autoritarios, ni son liberales ni tienen éxito, porque antes o después avivan la resistencia contra ellos. De la política no debe esperarse más de lo que puede dar de sí: que acompañe a otras cosas que ocurren en la sociedad y sirva para facilitar los flujos de la vida, que van de quienes hacen las cosas, porque producen cultura y riqueza material, a quienes las consumen mientras conversan en la vida social y la esfera pública.

En las condiciones españolas, el liberalismo como forma de vida es una planta que conviene cultivar a escala reducida y en terreno propicio, protegida de la insidia, del espíritu pusilánime que intenta conciliarse con los grandes o pequeños despotismos del lugar y de otras malas yerbas, que deben extirparse con premura y nitidez. Así echará raíces, y luego podrá servir de semilla y esparcirse en un campo más extenso.

Precisamente porque la forma de vida propia de un orden de libertad acostumbra a las gentes tanto a ejercer su libertad como a respetar y ser cuidadosas con la de los demás, la caracterizan, además de la independencia de juicio, dos antiguas virtudes romanas, la amicitia y la pietas, la amistad y la piedad, que se resumen en el cuidado por la libertad del otro. La amistad se define por el cuidado de la libertad de un otro que está presente o relativamente cercano, y con el que se tiene una relación de reciprocidad actual o potencial. En la amistad, el otro no es una simple proyección de mí mismo, es un otro distinto, cuya diferencia debo atender y entender, al que no debo instrumentalizar o manipular, y con quien me comprometo en un juego de identificaciones y distancias, a veces de rivalidad templada por el respeto a las reglas y el sentimiento de lealtad recíproca, a veces de cooperación en tareas comunes. La piedad se define por el cuidado de la libertad de otros que quedan un poco más lejos de nuestro alcance. La piedad con los antepasados, los maestros o los fundadores de empresas en el sentido más amplio de la palabra es el cuidado porque no desaparezcan los actos a través de los cuales se expresa esa libertad del otro, cuando el otro desaparece. Queda el otro en las cosas que hizo, o que dejó, o sobre las que instruyó; y queda cuando ya no hay una reciprocidad posible. Pero la persona piadosa se obliga a mantener la relación con el otro, porque se obstina en preservarle.

El problema con el liberalismo español como forma de vida radica en la debilidad tanto de su impulso independiente como de estas virtudes. La amistad es endeble cuando el tono dominante de la vida en un medio social es el uso instrumental de los otros y el cuidado de su amistad mientras nos son útiles, y su descuido cuando dejan de serlo, casi de manera automática. Lo es cuando la consideración de los otros como obstáculos para la consecución de nuestros deseos nos hace proclives a silenciar sus méritos, simplemente por envidia, o a cultivar la insidia, como modo de reducir sus oportunidades de medrar a nuestra costa. La piedad es endeble cuando la expresión de la gratitud se convierte en una tarea ingrata. Cuando los demás estorban, y se les quiere dejar rápidamente atrás. Cuando se espera a última hora para un elogio que, cuando por fin se expresa, se hace de labios afuera y mediante estereotipos. Cuando nos encontramos sumidos en una sociedad de olvidadizos instantáneos, apresurados y obsesos con la última moda, la última idea, el último vencedor electoral.

Claro es que en un medio social que tiende a ser, por un lado, profundamente conformista a pesar de sus alardes contrarios y, por otro, despiadado y de enemistades intensas, el liberalismo suena a música celestial. En él, las gentes pueden escuchar los argumentos del liberalismo mil veces como quien oye llover, sin hacerles la menor impresión. Para ser exactos, se les olvidan. Y si las ideas del liberalismo son "la última idea, la última moda, el último vencedor", las repetirán miméticamente. Incluso es difícil que en ese medio social muchos ideólogos y políticos liberales lo sean de verdad por su forma de ser. Y si no lo son, es difícil que formen entramados de amistad ni tradiciones piadosas que perduren. De que no suelen serlo aquí es prueba la endeblez de las relaciones entre los círculos

liberales españoles, que, al menos hasta ahora, de puro leves han tendido a ser inexistentes: tanta y tan grande ha sido su falta de cuidado, los unos por los otros. No es de extrañar así que la tradición liberal se interrumpa cada cierto tiempo, haya tan poca generosidad con los liberales de antaño y tan escasos sean los esfuerzos por entenderlos y valorarlos. En España, las batallas ideológicas y políticas a favor del liberalismo son muy convenientes, sobre todo como modo de aguzar el ingenio y ejercitarse en las virtudes de la fortaleza y la esperanza. Pero la tarea más necesaria, incluso para ganar un día aquellas batallas, es la de construir ámbitos de amistad y de piedad en torno al ejercicio enérgico de la libertad propia y al respeto cuidadoso de la ajena. Tales ámbitos, enlazados unos con otros, pueden establecer las bases para una resistencia sistemática a la forma de vida opuesta, que corresponde, en unos, a la voluntad de dominio, y en otros, al dulce espíritu de la aquiescencia y la sumisión. Esta tarea debe acometerse con disciplina y con perseverancia e incluso, quizá, con algo de la gravitas y la severitas romanas. Pero también con el contrapunto de un toque de humor. Porque las calzadas romanas son muy largas, y más vale recorrer con ánimo ligero un camino que promete ser eterno.

Víctor Pérez-Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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