'Boys and girls', de Bryan Ferry
Boys and girls es el primer disco en solitario de Bryan Ferry tras la feliz reaparición de Roxy Music, que le mantiene ocupado entre 1978 y 1983. Dejando atrás los modos conceptuales de sus anteriores trabajos personales, Boys and girls, que EL PAÍS ofrece por 5,95 euros a partir de mañana, jueves, es una destilación de 12 años de vida profesional. Lanzado en 1985, de allí se extraen éxitos como Slave to love, Windswept o Don't stop the dance.
La carrera de Bryan Ferry sirve como paradigma de las virtudes del pop británico. Hablamos de una música movida por ideas, donde un esteta puede construirse minuciosamente su personaje soñado sin que sea menospreciado por su ambición. Esa creación de la imagen propia forma parte de un proceso muy frecuente en la sociedad británica: la ascensión de los chicos listos de la clase trabajadora.
Bryan Ferry, nacido el 26 de septiembre de 1946 en Washington (Durham), es hijo de minero. Todavía menor de edad, acude a su primer concierto (Bill Haley & The Comets) y siente la llamada del escenario, el ansia de dejar atrás la gris realidad de una posguerra que dura demasiado. El sistema educativo británico tiene previstos casos como los de Bryan. A los estudiantes con vocación creativa se les desvía hacia las tolerantes art schools; Ferry asimila toda la historia del arte mientras cultiva su pasión musical en grupos como The Banshees o Gas Board.
En 1968, Ferry desembarca en Londres. Debe ganarse la vida, ya que sus padres no pueden subvencionarle: es restaurador de antigüedades, chófer de una furgoneta, profesor de cerámica en un colegio femenino. Le queda tiempo para maquinar su proyecto musical, elaborando el repertorio a la vez que la estrategia de lanzamiento y el concepto general.
El nombre tiene resonancias cinematográficas: Roxy Music. Se busca el glamour -son famosas las exuberantes mujeres de sus portadas-, pero también se metabolizan esquemas vanguardistas y ásperos modelos retro: a su lado tiene brevemente al heterodoxo Brian Eno, sin olvidar la aportación de instrumentistas como Phil Manzanera o Andy Mackay. Entre 1972 y 1976, el grupo conquista un público amplio, pero eso ya no es suficiente para Ferry. Se lanza en paralelo como dandi melancólico, un crooner frágil que lo mismo canta a Cole Porter que a Bob Dylan.
En 1978, el núcleo de Ferry, Manzanera y Mackay vuelve a poner en marcha Roxy Music. Se pule el sonido, se evitan las estructuras abruptas y el éxito es aún mayor gracias a elepés como Flesh and blood o Avalon, explotados con agotadoras giras multitudinarias. Con la economía resuelta para bastantes años, el cantante se despide cordialmente de sus colegas y retoma su actividad como solista.
Sus planteamientos han cambiado radicalmente: se ha casado, ha adquirido modales de la clase alta y ya sabe cómo pulsar las cuerdas del gran público. En vez de recurrir al cancionero de sus ídolos, ahora compone en solitario. No necesita artificios conceptuales: ahora es un vocalista lánguidamente romántico, que desarrolla los hallazgos de la segunda etapa de Roxy Music con la ayuda del mismo productor, Rhett Davies.
Perfectamente abocetado, Boys and girls se elabora sin reparar en gastos. Guitarristas británicos como David Gilmour (Pink Floyd) y Mark Knopfler (Dire Straits) aceptan colaborar, aunque sus aportaciones queden sumergidas en una suntuosa arquitectura. Fiel devoto de la música negra estadounidense, no duda en contratar al guitarrista Nile Rodgers, artífice del grupo Chic, y al saxofonista David Sanborn.
El Bryan Ferry de Boys and girls puede ser un "esclavo del amor", pero incluso sus angustias transmiten la sofisticación de un hombre de gustos refinados. Arropado por coros femeninos, pone rutilante acabado contemporáneo a su anhelo clasicista. Como en los mejores momentos de Roxy Music II, es música que seduce, que amortigua soledades, que amuebla momentos de pareja. El impacto es inmediato: Boys and girls se coloca en lo alto de las listas británicas, y el hijo del minero vive sus horas más dulces.
Babelia
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