_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Fortaleza

El castillo de Montjuïc, que domina Barcelona, fue construido para vigilar y, llegado el caso, acogotar a los barceloneses, a quienes en teoría debería haber defendido de ataques exteriores. Es una fortaleza maciza y sombría incluso en días radiantes. A pesar de su excelente ubicación, desde la que se divisan la ciudad y el mar, su sello de cuartel y presidio es demasiado obvio. Ni siquiera posee una belleza tenebrosa. No inspira terror ni fantasías. Como si Drácula hubiera encargado su siniestra morada a un constructor de la Costa del Sol.

Hasta la fecha, el castillo de Montjuïc alberga un Museo del Ejército más lúdico que aguerrido: viejos cañones para encaramarse los niños, una notable colección de soldaditos de plomo y retratos de espadones con curras, mostacho y boina roja o blanca, según el personaje fuera de Osasuna o del Real Madrid. Una vaciedad justificada por esa poderosa corriente de la historia universal que se denomina el deterioro.

Ahora el castillo ha sido cedido a la ciudad y se habla de convertirlo en un museo de la paz. Un impulso comprensible, pero una idea de difícil realización. En algunas ciudades europeas, los museos militares, concebidos para perpetuar gestas bélicas y servir de inspiración a las nuevas generaciones, han sido reciclados para mostrar los horrores de la guerra mediante dioramas y dramatizaciones. El resultado, si no es morboso, deja indiferente. Sólo las armas que allí se exhiben siguen despertando una curiosidad no exenta de fascinación. La guerra, para quien no la vive en carne propia, tiene una potente imaginería. Pero un museo dedicado a la paz, ¿qué puede mostrar, aparte de gráficos y estadísticas? El museo de la paz son las calles de la ciudad, por donde la gente va a sus cosas sin mirar al cielo por si acaso y dobla esquinas sin asomarse a comprobar si la travesía es segura. Otra cosa sólo es una piadosa declaración de intenciones.

El castillo de Montjuïc tiene un negro historial del que nada puede redimirlo, pero del que las piedras no tienen ninguna culpa. Y si una cosa no necesita la ciudad es otro museo. Quiten los pocos símbolos de discordia que aún deben de quedar, ahórrense un nuevo presupuesto cultural y, si se puede, arreglen un poco la cafetería.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_