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Columna
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Fortaleza

El castillo de Montjuïc, que domina Barcelona, fue construido para vigilar y, llegado el caso, acogotar a los barceloneses, a quienes en teoría debería haber defendido de ataques exteriores. Es una fortaleza maciza y sombría incluso en días radiantes. A pesar de su excelente ubicación, desde la que se divisan la ciudad y el mar, su sello de cuartel y presidio es demasiado obvio. Ni siquiera posee una belleza tenebrosa. No inspira terror ni fantasías. Como si Drácula hubiera encargado su siniestra morada a un constructor de la Costa del Sol.

Hasta la fecha, el castillo de Montjuïc alberga un Museo del Ejército más lúdico que aguerrido: viejos cañones para encaramarse los niños, una notable colección de soldaditos de plomo y retratos de espadones con curras, mostacho y boina roja o blanca, según el personaje fuera de Osasuna o del Real Madrid. Una vaciedad justificada por esa poderosa corriente de la historia universal que se denomina el deterioro.

Ahora el castillo ha sido cedido a la ciudad y se habla de convertirlo en un museo de la paz. Un impulso comprensible, pero una idea de difícil realización. En algunas ciudades europeas, los museos militares, concebidos para perpetuar gestas bélicas y servir de inspiración a las nuevas generaciones, han sido reciclados para mostrar los horrores de la guerra mediante dioramas y dramatizaciones. El resultado, si no es morboso, deja indiferente. Sólo las armas que allí se exhiben siguen despertando una curiosidad no exenta de fascinación. La guerra, para quien no la vive en carne propia, tiene una potente imaginería. Pero un museo dedicado a la paz, ¿qué puede mostrar, aparte de gráficos y estadísticas? El museo de la paz son las calles de la ciudad, por donde la gente va a sus cosas sin mirar al cielo por si acaso y dobla esquinas sin asomarse a comprobar si la travesía es segura. Otra cosa sólo es una piadosa declaración de intenciones.

El castillo de Montjuïc tiene un negro historial del que nada puede redimirlo, pero del que las piedras no tienen ninguna culpa. Y si una cosa no necesita la ciudad es otro museo. Quiten los pocos símbolos de discordia que aún deben de quedar, ahórrense un nuevo presupuesto cultural y, si se puede, arreglen un poco la cafetería.

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