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Columna
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La soledad de la caseta

Hoy concluye la Feria del Libro de Madrid y con ella un cursillo intensivo para escritores sobre la variedad de emociones sufridas en el reducido espacio de la caseta de firma y que puede enriquecer su experiencia de la vida. De todos modos, comprendo que algunos autores renuncien al rito de la firma porque es algo de lo que juiciosamente habría que renegar. Se ha de renunciar a prolongar el contacto con los propios libros más allá de lo necesario y razonable para no parecerse a esos padres agobiantes que se resisten a soltar a los hijos, que no les dejan volar solos, que pretenden protegerlos de la cruda realidad que siempre rodea a los sueños y los deseos, y que hablan tanto de ellos y con tan buenas palabras a los demás que llegan a hacerlos antipáticos.

También sería aconsejable evitar la inquietante sensación de que el autor ha salido de la solapa del libro y se ha materializado monstruosamente en medio de su obra. Conviene privarse de aparecer expuesto como una atracción, aunque no sea esto lo que de verdad preocupa, lo que mortifica es ser una atracción que atraiga poco. Se ha de huir de escuchar a los paseantes comentarios sobre uno mismo que en la vida normal sólo se oirían colocando la oreja tras una puerta.

Y de ser mirado, observado, escudriñado, pero sobre todo, de no ser mirado. ¿Qué se puede hacer con esos visitantes que pasan de largo, a los que normalmente nosotros tampoco prestaríamos atención, pero que desde aquí, desde la caseta, adquiere una dimensión extraordinaria? Esas personas desconocidas de pronto importan mucho y no creo que sea sólo por las ventas, sino por su indiferencia. Quizás aquí se encuentre la clave del auténtico riesgo psicológico que acarrea el exhibirse en un escaparate, la indiferencia. Seguramente todos los lectores por los que nos sentimos rechazados o queridos conectan, sin saberlo, con nuestras inseguridades más profundas, con un remoto amor que no nos correspondió, con los abrazos que no nos dieron de pequeños, el profesor que nos ignoraba, el amigo que dejó de llamarnos sin motivo aparente. ¿Quién puede permanecer indiferente ante la indiferencia de los demás? Pero quizá todo esto que acabo de decir no sea más que calderilla sentimental y en realidad se reduzca a lo que Alain de Botton llama la ansiedad por el estatus, que afecta tanto al triunfador como al perdedor por la simple razón de que siempre nos estamos comparando con los que consideramos nuestros iguales. Este ensayista dice que la idea que tenemos de nosotros mismos "podría representarse como un globo que pierde aire, constantemente necesitado del amor ajeno para mantenerse inflado y vulnerable a los pinchazos del desdén". Palabras que me hacen pensar en otras más certeras aún del gran Bukowski, "La gente no necesita amor, lo que necesita es triunfar en una cosa o en otra".

Entiendo que sería mejor no exponerse al fracaso porque entrar en la caseta a firmar supone algo así como jugar con una máquina tragaperras. No se sabe si se va a perder o a ganar, si se va a salir contento o acongojado. En este sentido, he de confesar que durante los días de feria me invade la excitación del ludópata, que comienza en el mismo instante en que me subo al taxi y doy la dirección del Retiro y que aumenta en el recorrido hacia mi destino, mientras los altavoces despiden nombres entre el calor y el polvo. Éste podría ser un motivo de por qué, a pesar de todo, me gusta acudir aquí. Y otro, el aire de irrealidad y de provisionalidad que desprende la misma feria, con las frágiles casetas de madera y los libros colgando de sus paredes como juguetes en un quiosco, desprovistos de la solemnidad de los estantes de verdad. Parece que hayan salido de excursión de las librerías, como los niños de un colegio o una tropa de perros que sus dueños saquen del piso donde viven encerrados. Por fin los libros están en el medio que corresponde a la naturaleza de los sueños, las ideas, los personajes que no existen y las historias que nunca han ocurrido.

Si no fuese por el maldito estatus, si no estuviese siempre comparándome con alguien, no sentiría ninguna ansiedad y podría disfrutar de este momento. Pero como no tengo tanta confianza en mí misma como para soportar que no me quieran me acomodo algo nerviosa en la caseta. Saco el bolígrafo y el librero, cómplice de mi tensión interna, me ofrece algo de beber. Mientras tanto, repaso algunos consejos de De Botton para calmarme: pensar en la muerte, imaginar un esqueleto y preguntarme cuántos de mis lectores irían a visitarme al hospital si estuviera enferma.

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