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Columna
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Sandalias

Las saco de la maleta, entre la ropa sucia, y todavía no sé por qué se me ocurrió guardarlas. Mi familia no comprende que un tipo tan derrochador como yo se resista tanto a tirar las cosas. Unas sandalias rotas por culpa de un pisotón deben acabar en la basura, no merece la pena seguir viaje con ellas, traerlas de vuelta a casa, como si fuesen un regalo. Acabarán en los sóstanos del armario, escondidas entre las sombras y los objetos inservibles, esperando una siempre aplazada visita al zapatero. Me gusta guardar las cosas usadas, siento que forman parte de mí, que retienen mis pasos, mis dudas, mis olores, mis prisas, mi lentitud, mis ciudades. El Cairo es una ciudad muy usada, y se guarda a sí misma a costa de la desmesura y la vitalidad de sus habitantes, que son también sus usuarios. Allí nadie tira nada, todo sirve, todo se utiliza y se reutiliza, hasta formar una acumulación de coches viejos, calles con olor a peatones temerarios y a gasolina, cafés con sillas descolocadas, chaquetas con remiendos, comercios, billetes desgastados, gritos, pisotones, y un río noble y anciano que pasa por medio del estruendo igual que una procesión de sabios. Caminar con una sandalia rota a través del zoco de El Cairo es un buen modo de mezclarse con la vida, con esa vida que todo lo usa, para dejar sus marcas en el escay del coche, en las quemaduras de las camisas, en las cicatrices de la madera, en el sudor de la piel o en el tiempo sin diseñar ni estilizar de sus escaparates. La ciudad se resiste a convertirse en la mercancía costumbrista, en la versión pintoresca de lo abstracto, que esperan encontrar los turistas.

Los turistas se asustan del torbellino con olor a kebab. Se inquietan ante el bullicio de chilabas, mezquitas, oraciones y reclamos que forman en el aire el pregón de lo extraño. Yo me inquieto ante el orgullo con el que las mujeres esgrimen la humillación de sus pañuelos, su renuncia y sus señas de identidad. Los turistas se esfuerzan por superar la presencia incómoda de la suciedad, el olor de las cosas usadas, el rastro que dejan las manos, las razas, las religiones y la pobreza. Hay huellas en los ojos, los manteles, la ropa, los utensilios y la respiración. Conozco a muchos granadinos que miran con temor el gentío árabe de la Calderería Vieja, aunque no dudan en sentirse orgullosos de la Alhambra, un recinto que sienten como propio, una raíz de su personalidad. He visto a muchos turistas huir de las sandalias sucias del zoco de El Cairo, para abrir la boca con admiración ante las sandalias de Tutankamon. No se trata sólo de los malos olores. Molestan también los detalles de la experiencia particular, de las historias en carne y hueso. Tutankamon es el Hombre, la Humanidad, el lugar de todos, el tesoro que nos enorgullece. Pero hay que borrar tantas cosas usadas, tantos olores, tantas marcas, tantos siglos, para llegar a la sandalias de Tutankamon, que corremos el peligro de quedarnos todos fuera de lugar. Habrá que buscar un punto de acuerdo razonable entre la nada de los faraones y la carnalidad excesiva de la represión. Yo me he traído en las maletas mis sandalias rotas. Por si acaso, por si un día me cuentan algo de lo que han aprendido en el zoco de El Cairo.

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