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Columna
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Caracoles

¿Qué es la patria? Fernando Pessoa decía que la suya se encontraba en la lengua portuguesa, y a Alejo Carpentier se le erizaban los pelos del cogote cada vez que escuchaba un mambo en su lejano exilio de París durante los años cuarenta. Yo siempre creí que era inmune al efecto de las banderas y los himnos y me paseaba por el mundo presentándome como cosmopolita y huérfano de raíces, hasta que cierta coincidencia me puso frente a la zoológica verdad: mi patria es el caracol. Ahora que observo detenidamente este paciente molusco me pregunto cómo nuestras similitudes y lazos de familia pueden haberme pasado inadvertidos durante tanto tiempo: porque en ese desplazarse cadencioso, sin prisa pero sin arredrarse ante los obstáculos, hay toda una exhibición de temperamento filosófico frente a los envites de la vida; y su concha contiene, como un minúsculo mandala, un jeroglífico del mundo y el destino y las cosas, que como decían Heráclito y Nietzsche tienen lugar sorteando la línea recta, a través de tortuosas circunvoluciones y espirales. Pero en fin, yo descubrí que mi nación era el caracol no gracias a la filosofía ni al eterno retorno, sino al caldo con ajo y hierbabuena con que los guisan en Sevilla llegando mayo. Porque después de haberme pasado en Francia todo un año sin añorar los naranjos, las torres, el idioma castizo de las cigarreras y los toreros ni el sol de Andalucía embotellado, una visita relámpago de un antiguo amigo a la residencia de estudiantes en que yo tenía mi refugio me desarmó. "Allí ya es época de caracoles", dijo mi amigo inocentemente, sin darse cuenta de la magnitud del cataclismo que acababa de despertar dentro de mí, y cuando uso esta expresión no sé si me refiero a mi alma o a mi estómago: el caso es que jamás he sentido con mayor evidencia que poseía una patria, que mi puesto se encontraba en alguna parte, y que en ese lugar todos los veranos se comían caracoles guisados.

Mis camaradas extranjeros reprueban con un gesto de repugnancia mis descripciones gastronómicas sobre las virtudes del caracol, y no entienden cómo puede fascinarme una tarrina de esas babosas hervidas y apiñadas unas sobre otras con las conchas del color de un cuerno viejo. Y sin embargo, los caracoles me fascinan desde niño, desde que acompañando a mi padre buscaba las tascas más oscuras y las cocinas con los azulejos más sucios, porque parece que la mugre presta un sabor especial al caldo y las especias. Recuerdo los arcoiris, el campo recién estrenado al finalizar la lluvia y nuestras investigaciones debajo de las hojas de los brezales, en busca de esas cosas llenas de mocos y antenas que introducíamos en una cesta de red y que luego mi tía calentaba en una gran olla roja. Ahora acabo de descubrir, por una reciente información en el periódico, que la cría de caracoles recibe el docto nombre de helicicultura, que el engorde de esta clase de ganado supone un pingüe negocio en nuestra época de vegetarianismo y alimentación biológica y que la gran mayoría de moluscos que acaban en nuestros vientres proceden nada menos que de Marruecos, primer productor mundial, ese país con el que Aznar estuvo a punto de ponernos a palos. De habernos cortado el suministro, no sé qué hubiéramos hecho, ni yo ni el resto de los sevillanos.

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