Llega a Peñíscola el único largometraje valenciano del festival
Pérez Herrero presenta 'Cien maneras de acabar con el amor' fuera de concurso
El único largometraje valenciano de cuantos se proyectan en Peñíscola, Cien maneras de acabar con el amor, de Vicente Pérez Herrero, llegó ayer al festival con un halo de desencanto. Porque, pese a su calidad, la película participa en el certamen fuera de una competición que ayer ofreció dos muestras de cine bisoño, con excelentes planteamientos iniciales y flojas resoluciones.
Hasta ayer, la única presencia valenciana en el Festival de Peñíscola era el espléndido corto de Antonio Llorens Un cuento chino, uno de los favoritos en la sección de cortometrajes del certamen. Sólo hasta ayer, cuando emergió, de manera un tanto atípica, Cien maneras de acabar con el amor, la cuarta película de Vicente Pérez Herrero, que puede convertirse con los años en un referente para la industria audiovisual. En primer lugar porque es un filme enteramente autóctono, que bebe de la magnífica cantera del teatro valenciano para completar su reparto y, sobre todo, porque sienta las bases de lo que debería ser un cine con identidad propia más allá de los lugares comunes de nuestra literatura o nuestra historia. Cien maneras de acabar con el amor es una magnífica muestra de cine coral llena de personajes en tránsito, de paisajes que se transforman y de corazones que se confunden. De historias mínimas que se relacionan entre sí para intentar desentrañar la naturaleza del amor y que, en su interior, esconde un detallado muestrario del comportamiento humano, descrito con precisión entomológica.
Si la película de Pérez Herrero concursara sería una de las candidatas al Premio Calabuch a la Mejor Película de Comedia, pero sólo opta al galardón que concede el público porque su inscripción al festival llegó con la sección oficial cerrada. No sólo por su tono de comedia amarga, sino porque la sección oficial se resiste a brindarnos esa película que destaque por su calidad sobre el resto. Ayer, las dos obras que entraron en competición se caracterizaron por la brillantez de sus planteamientos y la escasa fortuna en su resolución. La canadiense El delicado arte de aparcar, de Trent Carlson, posee un arranque inmejorable -la intención de un tipo de hacer un documental sobre la policía de tráfico para librarse de un puñado de multas- y una estética muy consecuente con sus pretensiones, pero pasada la sorpresa inicial, se alarga innecesariamente hasta convertir las risas en bostezos y la sátira urbana en la denuncia gratuita. Algo parecido le ocurre a la argentina El fondo del mar, de Damián Szifrón, cuya historia central es extraordinariamente original, una mezcla entre terror y humor sicótico que cuenta la persecución de un tipo al presunto amante de su novia, pero que se transforma en una absurda explicitación de la metáfora (el descenso a las profundidades del absurdo de los celos), como si el espectador fuera tonto o no supiera muy bien que, como decía Kubrick, en el cine no hay que explicarlo todo.
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