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Columna
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La humilde paz

En la primera semana de mayo se celebró en Donostia, organizado por el Gobierno vasco, el I Congreso Internacional por el Derecho Humano a la Paz. Una iniciativa importante, que tal vez no ha tenido todo el reconocimiento que se merecía. El núcleo del encuentro lo constituía la propuesta que aspira a convertir el derecho a la paz en un derecho fundamental, efectivamente reconocido por las legislaciones internacional y nacionales, efectivamente tutelado. Un derecho, en definitiva, realmente exigible. Esta propuesta, formulada solemnemente por la Asamblea General de las naciones Unidas el 12 de noviembre de 1984, nace de la convicción de que una situación de paz inter e intranacional es condición necesaria, aunque no suficiente, para la construcción de sociedades decentes y para el desarrollo individual de existencias autónomas. Me estoy refiriendo a la paz en su sentido más restringido, a la paz en cuanto que paz negativa, a la paz como ausencia de violencia física. No me parece adecuado, cuando hablamos del derecho humano a la paz, manejar un concepto más amplio o extensivo de paz (lo que convencionalmente se conoce como paz positiva). Y ello por dos razones.

La primera, porque ya existe una abundante reflexión, en el marco de los que se han denominado derechos humanos de tercera generación, a todas esas cuestiones que habitualmente se incorporan a la definición extensiva de paz: justicia, democracia, desarrollo, medio ambiente, etc. Desde esta perspectiva, el derecho humano a la paz (negativa) debe reivindicarse y construirse en coherencia con el resto de derechos humanos de tercera generación. Aunque están íntimamente relacionados, su justificación y, sobre todo, implementación, responden en buena medida a lógicas diferentes y se encuentran en fases de desarrollo distintas. Pero, sobre todo (y esta es la segunda razón), considero de una importancia fundamental dignificar el valor de la paz negativa, de la paz en su sentido más inmediato: como ausencia de violencia física, armada, organizada o no, legalizada o no, entre grupos sociales o entre naciones. ¿Me equivoco si afirmo que en muchas ocasiones se recurre a la distinción entre paz negativa y paz positiva con la intención, explícita o implícita, de establecer una suerte de jerarquía entre ambas, como diciendo que la primera es una paz entre comillas, una paz pobre, de baja calidad, que sólo la segunda puede ser considerada como una auténtica paz? Creo que no, que no me equivoco. Y me parece que la historia más reciente, los últimos años del pasado siglo XX y los primeros compases de este nuevo siglo, sin ir más lejos, nos ha enseñado (en Somalia, Bosnia, Ruanda, Congo, Kosovo, Afganistán, Irak) lo que supone la guerra, en particular esas "guerras harapientas" (como las ha definido Ignatieff) en las que se violan hasta las más básicas leyes de la guerra, se masacra a civiles y se tortura a detenidos, y que se han convertido no en la excepción sino en la norma. Cuando la guerra estalla todo lo demás queda necesariamente en suspenso. De ahí el valor intrínseco de la ausencia de guerra.

Es desde esta perspectiva desde la que me animo a proponer, públicamente, que se incorpore al manifiesto final del Congreso, junto a los cuatro puntos originalmente recogidos (a saber: poner fin a las causas que alimentan la violencia, combatir el terrorismo por medios legítimos, dar protagonismo a la sociedad civil en la gestión de los conflictos, codificar el derecho a la paz), uno más: deslegitimar siempre la violencia. Recordar la afirmación de Castellio en su heroica lucha contra el tiránico Calvino: "Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe". Deslegitimarla siempre. También cuando la practican aquellos a quienes consideramos perseguidos o explotados. Tener muy presente aquello que escribiera Camus: "La violencia es a la vez inevitable e injustificable. Creo que hay que reservarle su carácter excepcional y encerrarla dentro de los límites que sean posibles ... Me horroriza la violencia confortable".

Estos días se cumple un año sin atentados de ETA. Es un momento excelente para reivindicar la tan insuficiente, la tan imprescindible, humilde paz.

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