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Columna
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Provocación

La Guardia Civil detuvo el jueves a un individuo que con una escopeta buscaba a su mujer por el Rocío para matarla. Fue cerca de Villamanrique, precisamente de donde era Gregorio Medina, el cazador que dentro de un acebuche encontró a la Virgen, hace 600 años, en el bosque de las marismas. El viernes, antes de que se conociera la detención del hombre que quería matar a su mujer, estaba yo en Madrid, en una sala de espera de la estación de Atocha. Había un televisor encendido a mediodía, así que sentí esa irrealidad de los televisores encendidos a pleno sol, en una habitación iluminada eléctricamente como si fuera medianoche.

Ponían en Madrid un programa de esos que llenan la jornada completa, una larga crónica de toreros y artistas, de Cádiz, de Sevilla, de todo el mundo, líos familiares. Es la historia familiar televisada: el largo, incesante relato que da sentido a nuestras vidas íntimas, el nuevo reparto de papeles con los que uno debe identificarse. La televisión rosa ha sustituido al poder mitológico del cine. Veo una normalización de la figura de la mujer maltratada, porque, según la televisión rosa, la mayoría de las mujeres del espectáculo han sido maltratadas, y hay hijos maltratadores de sus padres, y madres y padres maltratadores de hijos y de madres y padres. ¿Es esto una fuente de malos tratos en las familias?

Esto es hoy lo normal, aunque sea monstruoso: así es la humanidad televisada en rosa, los artistas y las artistas y sus parientes más o menos lejanos y accidentales. Ser un bestia es natural, es decir, no tiene nada de raro. El chisporroteo de las animaladas televisivas ha sustituido al antiguo discurso de la iglesia, la eterna y bíblica tradición de la mujer sometida al hombre, cuando los confesores guardaban el secreto del bofetón en el dormitorio conyugal, y consolaban: "Ésta es tu cruz de esposa". "Ésta es la cruz que Dios ha elegido para ti", la cruz, instrumento famoso de tortura. El Sagrado Corazón de Jesús ha sido sustituido en las casas por el televisor luminoso. Y el televisor es el espectáculo de la mujer maltratada, la vida como película de pasiones, para anonadamiento de las mujeres verdaderamente perseguidas, aterrorizadas, golpeadas y asesinadas en el cuarto de estar.

De la normalización del secreto de confesión hemos pasado a la normalización del sensacionalismo televisivo. Los casos de agresores y asesinos reducidos a una etiqueta -violencia doméstica o, según el patrón anglosajón, violencia de género- se están convirtiendo en algo realmente familiar, y, bajo la apariencia de aversión y asco, ha surgido una repugnante delectación frente a lo monstruoso. Pero la violencia, más allá de adjetivos, debería estar sujeta implacablemente al Código Penal, sólo eso. El hombre del Rocío, con la escopeta de caza en el maletero del coche para matar a su mujer, no es un marido borracho que pide comprensión en privado y televisión en público. Es un proyecto de asesino. Que responda ante el juez de sus amenazas de muerte. Que no quepa trivialización sensacionalista. Y que la ley actúe de oficio cada vez que alguien hable en público de casos de violencia.

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