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Columna
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El ojo cómplice

Las imágenes que nos han ido llegando de lo ocurrido en la prisión iraquí de Abu Ghraib nos han sumido en el escándalo. Imágenes del horror y de la humillación -y del asesinato-, no nos han descubierto nada que no supiéramos sobre algunas prácticas habituales en centros de internamiento a lo largo y ancho del mundo y a lo largo del tiempo.

La tortura es una práctica más común de lo que sería deseable y no es patrimonio de ningún grupo humano concreto. De ahí que sea erróneo, incluso hipócrita, considerarlo un indicio de la maldad americana, de la mugre real que vende el gran país norteamericano en nombre de los grandes principios. Por desgracia, ha sido en nombre de los grandes principios como se han cometido las mayores vejaciones: en nombre de Dios, de la raza, de la verdad. También ahora se tortura en nombre de la verdad; para que ésta resplandezca se requieren determinados estímulos. Y es en nombre de los grandes principios como se está flagelando públicamente a los colaboradores por parte de los resistentes, insurgentes, terroristas o como quieran ustedes llamar a los del otro lado de la contienda. Nada nuevo, pues, en esas imágenes miserables que tanto nos han horrorizado. Y sin embargo, hay algo nuevo en las imágenes mismas.

Si Guantánamo suponía la creación de un limbo judicial, la prisión de Abu Ghraib nos muestra la cara amoral de ese limbo

No es novedoso que el dolor humano se ofrezca en espectáculo con fines ejemplarizantes. Ahí están los autos de fe, las ejecuciones públicas, las fiestas de la guillotina -con las tricoteuses cantando, sin dejar de hacer punto, el número de las cabezas a medida que caían-, las lapidaciones y las flagelaciones en determinados países, las retransmisiones televisivas de las ejecuciones, el degollamiento en directo de un ciudadano norteamericano perpetrado hace unos días por Al Qaeda.

El castigo nunca ha mostrado recato alguno en exhibirse, en la medida en que se presentaba como testimonio y manifestación de la ley y prueba de su carácter universal: la ley se hacía cuerpo y el cuerpo ha de ser visible. Pero si el castigo se ejecuta en cumplimiento de la ley -sea ésta oral o escrita, o tan cruel y arbitraria como la de Al Qaeda-, la tortura en cambio nada tiene que ver con la ley y su práctica constituye un delito. De ahí que no se exhiba, que se oculte, que sólo exista en el cuerpo del torturado, que su práctica esté sujeta a la presunción de inocencia y haya de ser investigada, demostrada, sacada a la luz mediante pruebas fehacientes.

Lo novedoso de lo ocurrido en la prisión de Abu Ghraib es que la tortura ha sido exhibida. Podríamos alegrarnos de que haya sido así, ya que debido a ello disponemos de pruebas. Y lo sería si esas pruebas fueran fruto de un azar inocente, de una intención neutra o de un propósito delator, pero lo grave del caso es que han sido producidas por una cámara cómplice, una cámara que las festejaba como una hazaña inocente, una cámara tricoteuse.

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Hanna Arendt habló de la banalidad del mal al referirse a los crímenes nazis, pero si en la cadena del mal su banalidad anula la conciencia moral de sus responsables últimos, en el otro extremo de la cadena, en el de los ejecutores, esa irresponsabilidad moral precisa de la perversión moral y de un embotamiento del alma. Realizadas las fotos para festejar una efemérides, cabe preguntarse si, al margen de su perversidad, los soldados americanos eran tan ingenuos como para multiplicar las pruebas de los delitos que estaban cometiendo. ¿No será que estaban convencidos de que no cometían delito alguno? ¿No será que la tortura es exhibida porque, al ser liberada de pena, deja de ser considerada tal y su práctica se convierte en un ejercicio de las particulares miserias del alma? Y si ha dejado de ser considerado un delito, ¿quién ha decretado que así sea?

Ni prácticas vinculadas al castigo, en tanto que ajenas a la ejecutoria de la ley, ni tampoco al parecer delitos, las torturas de Abu Ghraib se convierten en licencia para el puro ejercicio de la depravación humana: un limbo moral y un limbo penal. Si se ha dicho que Guantánamo suponía la creación de un limbo judicial, la prisión de Abu Ghraib nos muestra la cara amoral de ese limbo. Es natural que acabara exhibiéndose, pues la pornografía se exhibe.

Curiosamente, es su salida a la luz pública, el cumplimiento último de su celebración como festejo, el que ha permitido que se reinstaurara la ley, aunque no sin habernos dejado atisbar algo de la naturaleza de esos actos. Y al margen de sus consecuencias políticas, de la impostura ideológica que señalan o del efecto que pueden causar entre los musulmanes, esas imágenes nos interpelan a nosotros, los occidentales. Lo ha dicho Susan Sontag: esas fotos son nosotros.

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