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Columna
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'Res publica'

Hay una mujer en la reciente Historia de España que eternamente pone música y flores en las calles de Madrid. Una mujer, María Zambrano, princesa del lenguaje, reina del pensamiento, que volvió del exilio con "España en las entrañas" y ella misma hubo de desplegar la alfombra roja de "las palabras sustanciales" para que por allí avanzara lo que sale del corazón. Después le dieron el Premio Príncipe de Asturias. "Me da vergüenza decirlo: he venido a España a abrazarla, a morir en Madrid", le oímos confesar el miércoles pasado, al crepúsculo, en el Círculo de Bellas Artes amenazado por los hijos de aquellos que la echaron de aquí. Pudimos gozar de su presencia, escucharla, reírla, saborearla, compadecerla, admirarla; pudimos quererla, y querer más, gracias a la proyección del capítulo Sueño y verdad de María Zambrano, rodado con ella en 1984 para la serie Tatuaje, producida por la TVE de entonces y conducida, con la sutil y certera inteligencia del corazón, por el poeta José Miguel Ullán.

A los pies de esa bifurcación tan madrileña entre Alcalá y Gran Vía, la que valla su recorrido para el paso de las princesas y lo acongoja de armas, yo imaginé que esas calles familiares hubieran sido salpicadas de pantallas gigantes a través de las que las putas de Montera y las dependientas de Zara y los quiosqueros y los turistas y los ejecutivos y los periodistas pudieran también ver y oír a esta otra María sin basílicas, gozar del ir y venir de las palabras regias, egregias, de la filósofa poeta. Me imaginé Madrid felizmente nerviosa, atareada con los preparativos para recibir unas palabras que merecen la consideración y el respeto de res publica, patrimonio nacional, máxima institución, baño de multitudes, que no necesitan de francotiradores (María, la de las palabras bellas, la de la voz necesaria, víctima de los disparos contra la cosa pública). Éramos en el Círculo un puñado de seguidores de su alteza María Zambrano, un real cortejo seducido por su altura, e imaginé cómo se sentiría Madrid la otra tarde si hubiera sido ocupada por su rostro de vieja sabia, cómo serían las calles, y hasta la real vida, inundadas de su voz inmortal, de sus "palabras con sustancia, las que son mucho más que cultura, las que son vida". Sería cualitativamente diferente.

Porque tras los estores que protegían su luz en esa sala nos dijo cosas muy útiles a lo público. Nos contó que siempre le había costado mucho trabajo vivir, pero que estaba hecha a las caídas sin romperse ni romper nada. Recordó cómo, a su vuelta del exilio, la llevaron de visita al Instituto de Enseñanza Pública en Leganés que lleva su nombre ("mixto, naturalmente") y pidió que pararan el coche al borde del Manzanares, y ni siquiera sabía si iba a tirarse a ese río, vieja suicida, hasta el que muchos años antes, "muy triste, con una pena de amor", se acercaba paseando con Miguel Hernández y allí, sentados sobre una piedra, ambos lloraban. Y nos contó su encuentro inolvidable con los ojos de una vaca "que llevaban al establo y, de allí, ¿al matadero?", y cómo "hubiera querido darle mi palabra a la vaca, y al maravilloso toro y al insecto y al león, la palabra universal". Guiada por un Ullán casi en silencio, agudo, cercano y reverencial, nos habló de la aurora, y de la alegría y el vuelo del pájaro (y al nombrarlo, recordó a José Bergamín), y del bosque, "que es una cualidad, un ser", y de una florecilla cualquiera ("que me perdone, porque ninguna florecilla es cualquiera"); de "saber tratar con lo otro, con lo cualitativamente diferente". Y de Lezama Lima y de Velázquez, "que no es un nombre, es una entidad", y no se había atrevido a visitar en el Prado por si se lo hubieran "cepillado" demasiado, y de Ortega y Unamuno, de cada uno de los cuales quedará "lo que haga falta", aunque en "España nada se complementa, todo es impar". Y evocó a su hermana y a sus muchos gatos, que "son la perfección de algo" y de quienes dijo no haber aprendido lo bastante por ser "dura de mollera y más bien corta de luces".

Habló, pues, María Zambrano de cosas muy públicas, del pensamiento vivo que sale del corazón, como dijera Aristóteles, y no del cerebro, que es donde la Modernidad lo ha alojado. Y musitó "ah, el amor, ay, amor", mientras fumaba en su boquilla octogenaria y acariciaba a una gata. Era tan importante lo que decía y cómo lo decía, que me obstiné en pensar que Madrid no se había engalanado debidamente para escuchar a esta republicana. Ave, María.

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