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Columna
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El patriotismo como programa

Parece que durante los próximos meses vamos a tener debate constitucional. Por una parte, se pretende acometer el tramo final de las negociaciones que habrán de servir para que nazca la nueva Constitución europea. Por otro lado, se anuncia la apertura de un proceso de reforma -aunque limitado- de la Constitución española. Finalmente, la propuesta del Gobierno vasco de nuevo Estatuto, más conocida como plan Ibarretxe, plantea también, en el fondo, el inicio de un proceso constituyente. En todos los casos, los temas más complicados de negociar, los asuntos más espinosos, tienen que ver con aspectos territoriales, nacionales, o identitarios.

En lo que se refiere a la Constitución europea no parecen haber surgido problemas a la hora de definir el marco fundamental de libertades y derechos individuales que debe presidir la convivencia de los millones de personas que habitamos el llamado -nunca he entendido muy bien porqué- viejo continente. Sin embargo, saltan chispas en cuanto se entra a negociar el poder que cada territorio, cada Estado, va a tener en el entramado político-jurídico derivado de la nueva Constitución. A nadie le preocupa la manera en que van a protegerse de modo efectivo los derechos de las personas. No vamos a contar con una seguridad social europea que garantice un mínimo grado de equidad. Tampoco habrá mecanismos que nos obliguen a una utilización racional de los recursos que garantice los derechos de las futuras generaciones. Eso sí, los gobernantes se afanan en convencernos de que lograrán mayor capacidad de decisión para su país. Se trata de lograr, al parecer, que la nueva Constitución europea no ponga en riesgo nuestros "intereses colectivos". Francia por su parte se niega a que el euskera, el catalán, o el bretón, puedan ser consideradas lenguas oficiales, no sea que ello ponga en peligro la sacrosanta identidad nacional francesa. Algunos como Blair están dispuestos incluso a convocar un referéndum, de resultados imprevisibles, tras lustros de campañas nacionalistas y antieuropeas en Gran Bretaña.

No parece que las cosas vayan a ir mucho mejor en lo que a la reforma de la Constitución española se refiere. También en este caso las cuestiones territoriales e identitarias parecen destinadas a ocupar casi toda la atención de los debates. Algunos parecen empeñados en identificar Constitución con unidad indisoluble de la patria, convirtiéndola así en trinchera defensiva frente a otras ideas sobre la organización territorial, en vez de asociarla principalmente con derechos y libertades individuales. Todo ello no deja de ser curioso en un contexto en el que se insiste -no sin razón- en que la defensa de los derechos y libertades de las personas deben prevalecer sobre otras consideraciones basadas en hechos o fenómenos colectivos.

En cuanto al plan Ibarretxe, nos encontramos también ante una propuesta basada en un proyecto identitario que pretende justificarse en base a derechos colectivos de carácter histórico, y hasta inmemorial. Por si ello fuera poco, en los últimos tiempos, diversos dirigentes nacionalistas han despreciado en público cualquier propuesta de reforma basada únicamente en el aumento de las competencias propias, es decir, de la capacidad de decisión del País Vasco. Ya no se trata, al parecer, de debatir qué marco jurídico o competencial resulta más idóneo para defender el bienestar, la singularidad cultural, los derechos, las libertades, o las oportunidades de la ciudadanía vasca. Como en los casos más arriba mencionados, lo que debería ser un instrumento, ha derivado en un fin en sí mismo.

Mucho se está hablando últimamente de la "lealtad constitucional" como actitud política imprescindible para acometer determinadas reformas. Sin embargo, no parece sencillo avanzar hacia el logro de dicha lealtad cuando, en ausencia de mejores ideas, o ante el desconcierto generado por los vertiginosos cambios del mundo actual, el patriotismo acaba convirtiéndose en programa.

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