"Pretendo subir al lector a una montaña rusa y ponerle a dar vueltas"
Rafael Ramírez Escoto (Cádiz, 1961) podría ser el prototipo de vecino apacible y educado que esconde atroces secretos. Por suerte para todos, sus siniestras obsesiones quedan exclusivamente reservadas para la imprenta. Poeta de espléndida progresión desde La noche transferida a Trobar Clus pasando por Moaré y Tóxico (premio Anthropos 1989), se tomó su tiempo para llegar a la narrativa. Su primer libro de relatos, Panik Circus, avisaba de una poderosísima voz para el género de terror, tan escaso de practicantes en España. Una nueva entrega, La casa del caos, recientemente editada en la colección Calembé, le confirma en esa línea. Un lenguaje exuberante, una enorme capacidad para crear atmósferas inquietantes y la huella de los maestros Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft y Sheridan LeFanu son los atributos esenciales de su trabajo.
Pregunta. ¿Qué es La casa del caos?
Respuesta. Debo advertir que no es un libro de cuentos interrelacionados. Cada uno tiene su factura, su trama independiente, pero los he reunido bajo el título del último de ellos. Ese, si no me equivoco era el sistema de Borges para poner título a los libros, y me parece muy adecuado. Además, los títulos con sintagma del tipo algo de algo parece que funcionan.
P. ¿Una casa del caos sin despacho oval?
R. Alguna Lewinsky hay en su interior. Me refiero, como es lógico, a que el libro contiene historias de amor. Amor como perdición y condena, con tintes oníricos y psicóticos.
P. ¿Está floreciendo el género de terror?
R. Es curioso, pero es un género que en España se ha tocado poco. Salvo una escritora de culto como Pilar Pedraza, no hay grandes referencias. El Ajuar funerario de Fernando Iwasaki explora ese terreno fuera del cuento clásico, gótico, de un modo muy ingenioso. En mi caso, Panik circus me abrió la oreja del lobo, me indicó adónde tenía que apuntar. Intento escribir relatos con componentes terroríficos que se salgan de las dos tendencias habituales: la tradición victoriana y la escuela Lovecraft.
P. ¿Hay algún secreto o fórmula para asustar al lector?
R. No es lo que pretendo. Más bien intento que la lectura derive en una tensión. Que el relato esté afinado, bien tenso, como una cuerda de piano, subir al lector en una vagoneta de montaña rusa y ponerle a dar vueltas. Mis cuentos son de tipo atmosférico, sin amenaza evidente. De ese clima tiene que venir el escalofrío.
P. Uno de ellos está ambientado en Cádiz. ¿Traer la fantasía a casa es lo más difícil?
R. Muchas veces me planteo qué ciudad debo elegir para inspirarme: si París, si Moscú, Nueva York... Al final pienso que una ciudad pequeñita, rodeada de mar, con edificios del siglo XIX y callejuelas estrechas, como esta, me parece un excelente escenario para ambientar cualquiera de mis historias.
P. Wittgenstein dijo que un solo día es suficiente para vivir los horrores del infierno. ¿Qué necesita usted para escribirlos?
R. El infierno muchas veces te pilla de sorpresa. Subes a un autobús y estás en él. Otras vas tú en su busca, paseas por la calle y te preguntas qué hay detrás de esa puerta, qué atrocidad se oculta en aquella ventana. A veces acogemos al demonio en casa y le damos de comer, otras nos huye y hay que atraparlo. Los sueños, por ejemplo, me inspiran mucho, como a Borges y a tantos otros. Muchos escritores se acompañan de cuadernos de sueños, es una fuente de inspiración muy común.
P. Tiene también debilidad por los juegos de cajas chinas. Recurso muy borgiano, y muy cortazariano, también.
R. Sí, pero eso ya estaba en Unamuno, en Niebla, por ejemplo. Y Unamuno lo tomó de Cervantes. Al final, ya ve, todos nos remitimos al mismo.
P. Empezó a dar clases de bachillerato y a escribir cuentos de terror casi a la vez. ¿Hay relación entre ambas dedicaciones?
R. Cuando empecé a dar clases en el 87 ya escribía relatos, pero tardé en publicar. Es un género difícil, requiere mucho trabajo en poco espacio, pulcritud, evitar las reiteraciones, medir bien los tiempos en cada secuencia. Pero no creo que haya relación con la docencia. De hecho, me desagradan las películas con estudiantes en campings y descuartizadores, me resulta un terror burdo e incluso cómico. Prefiero que algo planee sobre lo que escribo, aunque no esté definido. Que el mal esté presente pero sin careta, sin hacha, sin las víctimas tan alocadas y hormonales que suelen ser los adolescentes.
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