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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bodas democráticas

No falta mucho para que se cumplan 30 años desde que el rey Juan Carlos accedió a la Jefatura del Estado, y puede decirse que la de ayer fue la primera ceremonia en la que la Monarquía ha sido por sí misma, y no por los deberes constitucionales que le corresponden, el centro de atención de la vida del país. La sobriedad con la que desde el primer momento don Juan Carlos y doña Sofía decidieron ejercer sus funciones ha propiciado el que los españoles estén más familiarizados con la idea de que viven bajo un sistema democrático que bajo una monarquía. De ahí que muchos ciudadanos, e incluso responsables políticos que representan a partidos de tradición republicana, no hayan dejado nunca de manifestar su lealtad hacia el titular de la Corona, más que a la propia institución que representa.

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La boda del futuro rey de España, celebrada ayer con la asistencia de 1.700 invitados de todo el mundo, constituyó el primer acto de la que, con el tiempo, será una de las pruebas decisivas para un sistema al que debemos el más largo periodo de estabilidad y prosperidad de nuestra historia reciente: la sucesión en la Jefatura del Estado en virtud de la legitimidad dinástica, asumida y avalada por la Constitución de 1978. Hasta ahora, las previsiones de la Carta Magna han permitido que partidos de diverso signo accedan al poder y lo abandonen en función del voto mayoritario de los ciudadanos, tanto en el ámbito estatal como en el municipal y el autonómico. La ceremonia de ayer venía a ser un primer recordatorio de que, más allá de la alternancia de los partidos, el sistema estará plenamente consolidado cuando el príncipe de Asturias encarne la Jefatura del Estado y consiga para sí mismo y para quien haya de sucederle el mismo grado de aceptación popular y política que su padre, el rey Juan Carlos.

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El asentimiento hacia la Monarquía incluye el de sus ritos, y el de la boda del heredero -que en el futuro podrá ser también heredera, de prosperar la reforma constitucional anunciada por el nuevo Gobierno socialista- es uno de los más relevantes. No tiene por ello sentido la idea de que hubiese resultado preferible rebajar la solemnidad de los actos, aunque sí cabe recordar lo mucho que se juega la institución, y por tanto, el actual sistema democrático, en el periodo que se abrió ayer.

La España en la que se ha celebrado el acontecimiento, incluso la ciudad misma en la que se ha desarrollado, son una muestra simultánea de lo mucho que se ha avanzado en este cuarto de siglo y lo mucho que queda por avanzar. El equilibrio entre ambas cosas, pasado y futuro, no resultaba sencillo, y por eso nada tiene de extraño que las opiniones sobre la ceremonia se hayan mostrado discretamente divididas. Esta disonancia es también una prueba de que el respeto con el que se ha tratado a la Corona y a todo cuanto la rodea es resultado de un juicio libre de los ciudadanos, no de una imposición ni de un tabú.

Sobre los organizadores de la ceremonia recaía la responsabilidad de mostrar una ciudad que, sin olvidar los trágicos acontecimientos del 11 de marzo, diese pruebas de su capacidad para afrontar las exigencias institucionales, por grandes que sean los desafíos emocionales y de seguridad. Éste ha sido sin duda uno de los grandes logros del día de ayer, sin olvidar el expreso propósito de la Casa Real por incorporar a la celebración a todos los poderes del Estado y fuerzas políticas parlamentarias. La boda, con todo su contenido y encanto popular, aunque lamentablemente no respetada por la lluvia, ha significado así un momento mágico y excepcional de proyección mundial de la imagen de Madrid, de España y de su Monarquía.

Si la actitud de la Monarquía ha sido en todo momento integradora, mostrándose respetuosa, incluso, con quienes han preferido no participar en las celebraciones, otras instituciones han preferido dar prioridad a sus criterios, sin reparar en si eran compartidos o no por la mayoría. En unos casos se ha impuesto, así, una estética religiosa que no es representativa de cuanto se produce en nuestro país, y en otros se ha carecido de sensibilidad para distinguir entre solemnidad y espectáculo. Quizá por la influencia de unos medios de comunicación que, en los últimos años, han hecho de la banalidad y de los asuntos del corazón uno de sus asuntos principales. Aun tratándose de un género de acontecimientos que parece pertenecer a la misma esfera, conviene recordar que la jornada de ayer protagonizó algo enteramente distinto, más relacionado con la estabilidad y la vigencia de nuestro sistema democrático que con los ecos de sociedad.

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