Aspiradoras contra el cielo
Un equipo trabajó durante toda la noche intentando secar la entrada de la catedral
Tres aspiradoras industriales intentaron durante toda la noche lo imposible: mantener seca la alfombra roja de 204 metros que separaba el Palacio Real de la catedral de la Almudena. Los operarios trabajaron sin descanso durante toda la madrugada. Con rasquetas y aspiradoras (cada una con una capacidad para engullir 100 litros de agua) retiraron unos 5.000 litros. En un principio se colocó un plástico protector, pero la Casa Real ordenó su retirada: el plástico destrozaría y despegaría la delicada moqueta.
A las seis de la mañana, a la misma hora que supuestamente Carlos de Inglaterra había solicitado en su hotel los servicios de un conocido masajista y que Rania de Jordania empezaba su sesión con un maquillador de Dior, un equipo de diez operarios llegaba a la catedral de la Almudena. Era el segundo turno de trabajadores que luchaba sin tregua contra el mal tiempo. Café, aspirinas y charcos de agua por todas partes. En un hotel de Gran Vía se seguía de cerca y con nervios la operación. Allí, centro de trabajo de la empresa Empty, encargada de la producción ejecutiva de la boda, llegaban los trabajadores a darse una ducha fría y descansar un poco. Entre teléfonos móviles, mapas de la ciudad y planillas gigantescas, llegaban nuevas órdenes: en plena madrugada, la seguridad de la Casa Real volvía a cambiar la posición de las vallas de algunos tramos de la ciudad. Después de una semana sin descanso, la noche se hacía interminable.
Movimiento de vallas y también de grúas: el viento había tirado algunos globos de Gran Vía y había que reponerlos antes de las cuatro de la madrugada. Las inclemencias no eran sólo meteorológicas: plantas, flores, cascabeles y banderolas robadas durante el día. "¿Pero quién puede querer llevarse dos cajas de cascabeles o tres metros de tela? ¡Hasta han robado desde un autobús turístico las ramas de los almendros de Gran Vía¡", exclamaba incrédulo un encargado de los trabajos.
A las ocho de la mañana, el cielo negro dejaba de ser una previsión fatalista: era un hecho. En más de 20 años jamás había llovido un 22 de mayo en Madrid. La Gran Vía (tomada desde las cuatro de la madrugada por 9.000 policías) se movía sigilosamente. Las cajas llenas de los abanicos que nadie utilizó empezaron a vaciarse y en las azoteas los francotiradores de la policía controlaban cada movimiento.
En el balcón del hotel Senator, en la red de San Luis, el diseñador Pascua Ortega, encargado de la decoración festiva de la calle principal, se asomaba intranquilo. Al fondo, el edificio Capitol, se mantuvo como siempre grandioso. Empezaba a gotear: "¿Nervioso? No, ya no, ahora sólo estoy intentando asumir el desastre. Es una pena", dijo Ortega.
La lluvia se volvió torrencial. Letizia Ortiz se quedaba sin su paseo triunfal por la plaza de la Armería, y la Gran Vía sin su fiesta popular. Francisco de Paula Sacaluga, coordinador de actos públicos del Ayuntamiento, brindaba en la terraza de un hotel con el equipo de producción: "El esfuerzo ha sido enorme, de jardinería, de medio ambiente, de seguridad ciudadana... la lluvia ha deslucido tanto y tanto trabajo. Estábamos entusiasmados. Ayer mismo todo brillaba. Era fantástico".
El brindis duró poco, pero sirvió para entrar en calor. Algunos seguían sin dormir, con las zapatillas cubiertas con plásticos. Una siesta, un baño caliente y vuelta al trabajo. En pocas horas había que retirar las huellas de una boda real.
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