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Bob Wilson ofrece en 'I La Galigo' una larga sesión de tedioso exotismo

Bob Wilson opina que a menudo la vanguardia consiste en redescubrir a los clásicos. Pero en I La Galigo, adaptación escénica del poema épico indonesio Sureq Galigo, esa mirada al pasado apenas deja huella en el espectador. Lo impide el tedio en una larga y lenta sucesión de escenas -tres horas y cuarto, sin descanso- que provocó la fuga paulatina de un centenar de espectadores en su desangelado estreno en el Teatre Lliure. El estreno, una de las más ambiciosas propuestas teatrales coproducidas por el Fórum, no tuvo, encima, un comienzo optimista: a pesar de la fama de Wilson, no se llenó la sala y un incidente técnico con las luces retrasó tres cuartos de hora el inicio de la representación. I La Galigo es puro Wilson, un artista riguroso en la forma, pero frío como un témpano. El calor lo pusieron los cerca de sesenta intérpretes que se dejan la piel en un escenario desnudo de elementos, presidido por un omnipresente diorama. A la izquierda, sentado en una tarima, el sacerdote bissu Puang Matoa Saidi desgrana su mantra cantado. A la derecha, los instrumentistas y cantantes interpretan la música creada por Rahayu Suppangah, que toma como punto de partida los elementos de la música tradicional de los pueblos de Sulawesi Sur, en especial el papel hipnótico de una rica percusión que es permanente fuente de energía. Y en medio, el baile y el sentido del movimiento del cuerpo de los intérpretes indonesios, auténtico pilar del montaje.

Voluminosa cosmología

El voluminoso poema Sureq Galigo, con una extensión de más de 6.000 folios, es la fuente argumental. El poema recoge el mito de la creación de la comunidad de los bugis y describe una cosmología formada por tres mundos, el Superior y el Subterráneo, habitados por dioses, y el Medio, poblado por seres ordinarios que descienden de las divinidades.

La adaptación muestra cómo la relación entre dos hermanos gemelos, hijos de dioses, acaba con la destrucción de este mundo Medio seis generaciones después de su fundación. Wilson plasma la renuncia al amor de los gemelos con colores, sonidos, gestos y movimientos que intentan detener el tiempo para contemplar un mundo bello y sensual. Es un río de imágenes, un marco sofisticado en el que las manos, los ojos, los murmullos de los artistas indonesios aportan más vida teatral que la mirada contemplativa de Wilson.

Tiempo, precisamente, no le falta al veterano creador estadounidense, y esa lentitud, con personajes en procesión ritual, a cámara lenta, salpicada por escenas épicas y contados golpes de humor, pasa factura. El espectáculo está en el depurado arte de los bailarines, en el rito de las artes marciales, en la penetrante fuerza de las voces y los instrumentos tradicionales, pero el avanzado envoltorio teatral de Wilson acaba produciendo fatiga, por repetitivo. Wilson se repite con las mismas armas teatrales que fueron vanguardia hace tres décadas, pero que hoy hartan por su desmesurada autocomplacencia.

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