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Excrementos reales

A comienzos de los años ochenta, en La estrategia de la ilusión, Umberto Eco examinaba la pequeña pantalla. La televisión, decía, no se parece a la original, a aquella que esperaba transmitir las noticias del mundo, la que mostraba lo que sucedía con la inocencia del registro y con el empeño del reporterismo. Para aquellas fechas, las cámaras ya casi no captaban acontecimientos, sino que los producían o los inducían. Probablemente, Eco exageraba, pero extremaba el diagnóstico para subrayar la peculiaridad del medio: no es que la pequeña pantalla inventara el acontecimiento en sí, es que el simple hecho de saber que el suceso iba a ser retransmitido influía de manera determinante en su preparación, en su puesta en escena. Para diferenciar la neo de la paleotelevisión, el semiótico italiano ponía dos ejemplos, dos acontecimientos que aparentemente eran de la misma naturaleza, pero que, vistos de cerca, revelaban grandes diferencias. Se refería a dos bodas reales, a la de Grace Kelly con Rainiero y a la del príncipe Charles con Lady Di.

En principio, ambos esponsales se prestaban a semejantes interpretaciones: la circunstancia político-diplomática, el ritual religioso, la liturgia militar y, en fin, la bella historia de amor que elevaba a plebeyas hasta la cima de la realeza. Bien mirado, sin embargo, había enormes diferencias. Además de las desiguales dimensiones de ambos reinos, en realidad la boda monegasca no había sido concebida para la televisión. Fue filmada, sí, pero la televisión estaba en sus inicios y los contrayentes no consideraron la posibilidad de organizar los hechos para su representación catódica. En cambio, con la Royal Wedding, las cosas anduvieron de modo distinto. Del ceremonial, por ejemplo, quedaron excluidos los colores rotundos, pues los modistos y las revistas habían sugerido un cromatismo pastel, de modo que todo tuviese no sólo un aire de primavera, sino un aire de primavera televisiva. Más aún, el vestido de la novia, que tantos quebraderos de cabeza provocó a su prometido, no estaba diseñado para ser visto de frente, ni de perfil, ni desde detrás, sino desde lo más alto, como en efecto se vio en un encuadre final.

Pero lo mejor de todo, la ocurrencia verdaderamente ingeniosa o, más que ocurrencia, la decisión más meditada fue la del estiércol de los caballos. Desde antiguo, el Londres de la realeza parece una ciudad inundada de caca. En efecto, la reina se mueve siempre en un mar de estiércol real, hediondo, añadía Umberto Eco: el que dejan las bestias cuando se alivian. Pues bien, quien vio aquella boda de mucho ringorrango pudo observar que el excremento equino no era ni oscuro ni desigual, sino que, como los vestidos de las damas, aparecía siempre de un tono también pastel, "entre el beige y el amarillo, muy luminoso, para no llamar demasiado la atención", sugería. "Después he leído", concluía Eco, "que los caballos reales habían sido alimentados durante una semana con píldoras especiales, para que el estiércol tuviera un color telegénico". A esa modificación de las condiciones de la caca los expertos la llaman alteración de las propiedades organolépticas. Efectivamente, nada debía dejarse al azar. Desde entonces, desde la Royal Wedding, y sabiendo cómo acabaron los Príncipes de Gales, el casamiento de la realeza aún se prevé con mayor estudio y dedicación y todo, lo que se ve y lo que no se ve, lo que precede y sigue a la boda, es objeto de un cuidado y de una minucia extremos: la institución monárquica se la juega y con ella el porvenir de un país entero. No es, pues, una frivolidad de la prensa cardíaca atender a estas cosas: es que en ello nos va la vida.

Espero, por tanto, que la Casa Real haya tenido en cuenta todo lo que rodea a la joven pareja y que el albur más desgraciado no malogre el matrimonio y de paso la democracia parlamentaria. Espero, en fin, que no les suceda lo que le pasó a una reina española, una abuela remota de Felipe de Borbón, de cuya muerte se cumplen ahora cien años. Me refiero a Isabel II. Se acaba de publicar una obra que relata su avatar desgraciado, su accidentado acceso al trono de una España que sólo comenzaba a ser liberal, un país en donde el conflicto carlista incendiaba la península. En dicho libro se describe con precisión el reinado que precedió al suyo: el de su propia madre, María Cristina, como Viuda Regente, taimada, astuta, de carácter fuerte, una Reina Gobernadora que preservaba los derechos dinásticos de la hija menor frente a otros pretendientes y postulantes y que, a la vez, intentaba asegurar los intereses empresariales y políticos de su marido secreto, de su sociedad conyugal. Isabel Burdiel, la autora de este inteligente volumen, profesora de la Universidad de Valencia, nos detalla con pormenor y tino la vicisitud de una soberana que sólo fue una jovencita caprichosa, pésimamente educada, una pipiola zarandeada por los distintos partidos que estaban edificando el Estado, embrionario, aún en esbozo. El bodorrio se celebró el 10 de octubre de 1846 en el Salón de Embajadores del Palacio Real y, como en nuestros días, se organizaron regocijos públicos que festejaban el feliz enlace. La realidad fue, sin embargo, muy distinta, como examina Isabel Burdiel. La reina sólo era una muchacha cuando se vio casada con un petimetre insípido, que ella reemplazó con gran escándalo de la Corte por otros caballeros de mejor porte y de fornicación experta. Fue el suyo un desastroso matrimonio, atropellado, y su marido, Francisco de Asís, un pisaverde envanecido, uno de los principales urdidores de la camarilla reaccionaria de la Corte, uno de los responsables del desastre institucional y monárquico de aquella España del Ochocientos en la que buena parte de las decisiones políticas se adoptaron extraparlamentariamente.

Esperemos que en Palacio hayan examinado la caca de los caballos, el excremento real, y todos los detalles de la boda, pero esperemos también que los preceptores hayan aleccionado lo suficiente a la joven pareja, a Felipe y Letizia, y que, como es de suponer, los contrayentes sepan comportarse sacrificándose profesionalmente a lo que es su principal obligación, que es la de reinar con cordura y prudencia en una democracia parlamentaria de la que reciben su legitimidad y fuerza. Ustedes ya me entienden.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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