Choque de culturas
Un fuerte olor a incienso acompaña las oraciones de los cuerpos que desfilan lentamente por el perímetro de la arena y se deslizan por el suelo en movimientos pausados y cargados de esencia, mientras el público se acomoda en la carpa del Théâtre Zingaro, en la Mar Bella de Barcelona, para ver su último montaje, Loungta, les chevaux de vent. Un preludio ritual marcado por los cantos de los monjes del monasterio de Guyto, en el Tíbet, que debería servir para que los espectadores tomaran conciencia de donde están y de lo que van a ver. Pero no es así.
Muchos, a juzgar por su proceder, esperan un show ecuestre, y aunque en Loungta aparezcan casi una treintena de corceles, este espectáculo de Bartabas es todo menos un show. Es una reconstrucción imaginaria de la mitología tibetana, un acercamiento al chamanismo, una evocación simbólica del cosmos, es la reconciliación del mundo de los vivos con el de los muertos, es la vuelta a los orígenes en un viaje iniciático, una experiencia extática, la búsqueda tántrica de lo imposible.
Pura intensidad espiritual que se materializa ante el espectador en una serie de danzas y rituales guiados por los caballos del Théâtre Zingaro y envueltos en todo momento por los músicos tibetanos, con sus túnicas escarlatas y sus graves murmullos, unos cantos tántricos que -según nos informa Françoise Gründ en la carpeta de prensa- consisten en emitir dos sonidos diferentes a la vez desde el fondo de la garganta. Una técnica de meditación a la que se unen los singulares instrumentos (campanas, largas trompetas de cobre, oboes, címbalos, tambores de doble piel que tañen con baquetas curvas) para producir los sonidos que provienen de las profundidades de la tierra.
Una cúpula de tul que recrea las tiendas propias de los nómadas cubre y descubre el centro de la pista. Con ella juega una cuidadísima iluminación, que tan pronto la hace transparente como la convierte en una pantalla sobre la que se proyectan sugestivas imágenes, dibujos simbólicos y signos.
Un montaje bellísimo, aunque menos espectacular que el anterior, Triptyk, y más difícil, ya que requiere por parte del espectador un esfuerzo por dejar de lado, durante casi dos horas, el ritmo y la mentalidad occidentales para sumergirse en esta dimensión poética y mística que propone Bartabas. Un esfuerzo nada fácil si, como sucedió la noche del estreno, la del miércoles pasado, las perturbaciones por parte del público son constantes: móviles y alarmas que suenan, cuchicheos, toses, gente que se levanta y cambia de sitio o se va, risas que no vienen a cuento. Perturbaciones de las que son culpables también los organizadores, por permitir que los tardones entren una vez empezado el espectáculo y hagan levantar a los de la fila para tomar asiento. Una falta de civismo y de respeto, bastante extendida en nuestro país, que se hace todavía más patente cuando choca con una cultura tan humilde y respetuosa como a la que Bartabas y los suyos intentan acercarnos.
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