Se abre el melón
La reforma de la Constitución, Senado y estatutos de autonomía es una tarea no sólo ardua sino nueva en la historia de España. En el pasado no se reformaba, eso hacían nuestros vecinos más avanzados; aquí se cambiaba por otro ordenamiento absolutamente distinto, la mayoría de las ocasiones tras un golpe de Estado o un pronunciamiento, por no hablar de las singulares elecciones municipales que trajeron la II República. A la hora de los cambios éramos partidarios, o víctimas, de soluciones traumáticas, pero quizás, con mucho tiempo de retraso, nos haya alcanzado ya la modernidad, con un joven presidente al que se le ve con ganas de balón, de dejar impronta y huella.
Quizás se eche en falta el espíritu de consenso que impregnó a casi todas las fuerzas políticas que hace 25 años hicieron posible la Constitución, propiciada por una gran prudencia política, hija del miedo a encontrarnos con un enfrentamiento civil como el del 36, y una generosidad llamativa que llevó a varios partidos -los que más hicieron por una transición pacífica-, a su propia inmolación, como fueron los casos de UCD y el PCE. Pero el problema en la actualidad puede ser la falta de tanta generosidad como hubo en el pasado y la existencia, en cambio, de estructuras amplias y férreas de partido cuya primera vocación es la de pervivir, y alimentadas por una descentralización autonómica que se ha convertido, en gran medida, en feudo de sus burocracias. Por eso no debe de extrañar que las reformas que se proponen lleven en una dirección aún más descentralizadora, aunque la del Senado, con vocación federal, pueda acabar siendo, si así lo hacen, de cohesión de la unión frente a la dispersión periférica. Que no acabemos en la organización territorial de los Austrias -lo que supondría una enorme involución reaccionaria frente a los esfuerzos nacionales del siglo XIX- depende en gran medida de la preocupación de los legisladores por distinguir apariencias progresistas de tendencias profundamente conservadoras, involucionistas hasta la reacción histórica.
Quizás sea la configuración de los propios partidos, muy enraizados en los diferentes marcos territoriales, la que propicie el acrecentamiento del poder de cada autonomía. Se corre así el riesgo de que la discusión se centre en que si Cataluña pide más, por ejemplo, el resto pida lo mismo, poniendo en tela de juicio la existencia de la nación, el modelo de nación que rige en la Europa democrática a la que queríamos acercarnos desde el republicanismo hace más de un siglo. No cabe duda de que resulta arriesgado abrir el melón del ordenamiento constitucional, pero también resultaba arriesgado que el proceso unilateral de secesión vasca se contagiara a otras autonomías, y resulta mucho más racional el debate de la cuestión centrífuga en el Senado que autonomía por autonomía.
El talante dialogante del nuevo Gobierno asume un reto serio. Para la ciudadanía, la expresión de la nacionalidad se encuentra en ese Estado descentralizado en el que la autonomía le ofrece los servicios más amables -sanidad, educación, cultura, etc.-, acompañados en ocasiones de un exacerbado nacionalismo local. La defensa, las relaciones internacionales, la gestión económica, pertenecen a una lejana superestructura hacia la que no muestra, ni necesita hacerlo, una gran adhesión. Sólo desde un esfuerzo intelectual, muchas veces difamado de reaccionario, se encuentra la necesidad de la unión, del Estado-nación, que es el que se puede poner en riesgo. Porque no está muy sobrado el país de esfuerzos intelectuales.
Crucemos los dedos y levantemos un altar a la diosa Razón, aunque no como los jacobinos, que parece no queda ninguno. Conformémonos con la prudencia sazonada de razones para emprender el proceso de este reto que es absolutamente nuevo en nuestra historia, alejándonos de un peligroso sectarismo que ha viciado la política española reciente y de cuyo fin no existen pruebas todavía. La aventura puede ser loca, pero el aventurero ha de ser cuerdo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.