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125 años después

He oído o leído por ahí que una de las mayores alegrías que podía experimentar el nuevo presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, antaño compañero en la asignatura, residía en la vuelta al poder del PSOE 125 años después de su constitución. Bueno, según se fije la fecha exacta de nacimiento. Pero no me voy a detener en minucias. Lo cierto es que el 2 de mayo de 1879 se reunían en una comida celebrada en una pensión madrileña los 25 fundadores (20 obreros y 5 profesionales o intelectuales) y procedían a crear el primer partido de clase en España, con el nombre de Partido Democrático Socialista Español (PSDOE), base del inmediato PSOE, que llegará hasta la II República como el único gran partido organizado y estructurado al estilo moderno.

En tan largo tracto, zonas de luz y zonas de sombra. Momentos en que el PSOE hace importantes cesiones en beneficio del interés nacional superior. Así, muy especialmente, el momentáneo olvido de algunos de los puntos de su programa (el primero de ellos hablaba nada menos que de "posesión del poder político por la clase trabajadora") para integrarse en la Conjunción Republicano-Socialista, cuyo primer empeño era la traída de la ansiada República a España (sí, la que, en palabras de Jiménez de Asúa, debía llegar "para mudarlo todo", con la sabida dosis de error o ingenuidad). Más tarde, llegado el régimen republicano y durante el primer bienio, cesión en beneficio de su consolidación, sin imponer una política socialista, a pesar de las acusaciones en contra de la derecha de siempre (ni una reforma agraria indemnizando a los propietarios puede llamarse socialista, ni la nefasta política religiosa tuvo al PSOE como protagonista, sino al penoso partido de los radicales socialistas). Más tarde, lamentable zona de sombra en su participación en el triste octubre de 1934, preludio de la Guerra Civil y, todavía peor, final radicalización a fines de la República para "superar" al régimen e imitar lo acaecido en Rusia. Hay textos en El Socialista de comienzos de 1936 que producen auténtico escalofrío al respecto. Claro que también en la CEDA se hablaba de "someter al Parlamento". Y es que la tragedia de las dos Españas era ya inminente. Luego, tras el ancho río de sangre de una guerra civil y del oscuro túnel del autoritarismo, reconstrucción del partido liberándose de la incomprensión del exilio, surgimiento de un joven y valioso grupo de nuevos líderes conocedores directos de los problemas reales de la España de entonces, integración de los llamados "históricos", de los variados socialismos regionales y de los socialismos profesorales de reciente cuño. Nueva y loable cesión al llegar la transición, con la aceptación de la Monarquía tras un brillante discurso de Gómez Llorente en las Cortes y expresa renuncia al marxismo dogmático por expresa decisión de Felipe González en un congreso. La nueva sociedad española, con una nueva clase media dominante auténtica protagonista del tránsito, y la socialdemocracia europea así lo requerían. Los "marxistas de catón", por lo demás tan abundantes en la asignatura que profeso, comienzan su decadencia y muchos de ellos se apresuran a la empresa de abandonar el post-marxismo no escasamente cansino de entonces y convertirse, con no mucho bagaje que digamos, en "constitucionalistas finos". Y ya en el poder, la conversión del PSOE en lo que hoy llamamos partido "cógelo todo", sus nuevos aciertos en la primera etapa y sus innegables desaciertos al final. Las puertas se abren para una derecha que se anuncia como centrista, liberal y tolerante.

Y así hasta el reciente 15 de abril, tras la inesperada victoria electoral. Un nuevo líder sin apego al inmediato pasado. Un discurso de investidura colmado de brillantes palabras (diálogo permanente, política para todos, tolerancia, etc.) que, casi por sorpresa, causa esperanza y hasta ilusión. Y una votación ampliamente mayoritaria. Una nueva ocasión parece abrirse tanto para el PSOE como para la política española.

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Lejos de mí la tentación de entrar en el dilema entre promesas y realidades. En el fondo, hay una radical incompatibilidad entre los estudiosos del deber ser político y lo que luego ocurre en la práctica cada día. Por lo demás, pienso en la buena intención de unas palabras. Pero también creo que Rodríguez Zapatero hará lo que pueda. Lo que sea posible. Hasta "lo que le dejen hacer". Sí, algo hay de canovismo en lo que acabo de escribir. Y es que, en nuestro país, los saltos en el vacío, los constantes vaivenes y los continuos partir de cero han resultado siempre sumamente peligrosos.

Si dejando al margen lo prometido en declaraciones y mítines (por lo demás, laicas versiones de las antiguas novenas dirigidas a los ya previamente convencidos), como simple ciudadano pudiera pedir al nuevo líder y al nuevo Gobierno como logros que sin recato aplaudiría, serían estas tres cosas:

a) Españolizar España. Parece un juego de palabras, pero no lo es. Es preciso y urgente retomar, divulgar y hasta inculcar el sentido de "patria común" del que habla nuestra Constitución y que, con sus buenas o malas etapas, hemos heredado los españoles. Como legado histórico. Como herencia de antepasados. Sin rubor a la hora de confesar que ello supone, por supuesto, la defensa de un sentimiento nacionalista. Salvo que, en este caso, ese nacionalismo no está basado en pautas excluyentes, ni diferenciadoras, sino que es universalista e integrador de cuanto, en palabras del gran maestro José Antonio Maravall, constituye "lo común". Un sentimiento del que hay que sentirse orgulloso y que asoma frecuentemente a través de los símbolos. Es la admiración que sentimos al contemplar cómo los ciudadanos de EE UU, a pesar de su federalismo, veneran y saludan un único himno nacional. O cómo el francés es, ante todo, francés, asumiendo su pasado y no avergonzándose ni de Napoleón ni de De Gaulle.

En no pocas ocasiones se ha acusado a la derecha de monopolizar España y lo español. Y así ha sido en efecto. Pero no es menos cierto que, desde la transición hasta nuestros días, la izquierda ha hecho bien poco por evitarlo. Pienso que gran parte de la ciudadanía que hoy se encuentra Rodríguez Zapatero está bastante cansada de memeces y errores: el Estado como término para evitar España; lo de "plurinacional", que es una gran error conceptual; lo de configuración "asimétrica" para esconder una burda falta de solidaridad, etc., etc. No sabemos el final disgregador de este penoso camino si no le ponemos, con ilusión y energía, pronto final. La izquierda tiene que recuperar el sentido nacional de Unamuno, la consideración orteguiana de nuestro país como problema primario y plenario, la "España eterna" de la que hablaba Azaña cuando pedía a las futuras generaciones paz, piedad y perdón. Sí. Hay una España también para la izquierda. La que, estando en el exilio, llevaba a Indalecio Prieto a acudir a los aeropuertos para ver llegar los aviones de España y hasta de oler las vestimentas de sus pasajeros. La que siempre estuvo en la nostalgia de los miles de exiliados que nunca olvidaron "nuestras cosas". Me consta que no es tarea fácil. Que harán falta estudios e ilusiones. También sacrificios. Aceptación de que "lo diferente" (cierto o recién inventado) no da derecho a nada y que sentirse español (como italiano o alemán) antes que nada es el gran proyecto y la gran conquista que hay que emprender desde ahora mismo. Sin más concesiones que, por lo demás, para bien poco han servido.

b) Democratizar la democracia. Otro aparente juego de palabras. El régimen democrático está ahí, funcionando hasta ahora con cierta normalidad. Permitiendo el recambio político y algunas cuotas de responsabilidad por el ejercicio del poder. Casi todos hemos guardado silencio ante evidentes defectos de nuestra Constitución y el existente consenso de la transición parece ahora convertido en un convencional acuerdo de que "las cosas van bien".

Pero observando la realidad no es posible quedarse, con honestidad, con tan simple veredicto. Se ha impuesto la más férrea partitocracia que tuerce el funcionamiento y la independencia de poderes e instituciones. El usual sistema "de cuotas" a la hora de elegir cargos importantes, la dura disciplina del grupo parlamentario, el carácter puramente ratificador de lo acordado en que está inmerso el Parlamento, las encarnizadas luchas sobre parcelas de poder y no sobre cuestiones ideológicas que presentan las principales fuerzas políticas, la inutilidad de los debates en el hemiciclo, la cicatería en las vías de participación directa, y tantos y tantos defectos más, han envejecido nuestra todavía joven democracia. Y, sobre todo, la han alejado de la ilusión e interés de los ciudadanos. Ahí están los resultados de encuestas y sondeos. Y ahí está una opinión pública que, desde hace algún tiempo, está lanzada al gran error de convertir la calle en fuente de legitimación.

Por otra parte, estamos continuamente rompiendo el ámbito de la democracia. Que lo tiene. Y que no puede extenderse a todo y para todo. Porque entonces es demagogia o imposibilidad de funcionar adecuadamente. En la Universidad, por ejemplo, el principio que debe imperar es la meritocracia y no el sufragio indiscriminado a la hora de aprobar un plan de estudios o nombrar un honoris causa. Principios alternativos encontramos igualmente en otras instituciones.

De aquí la doble tarea de, por un lado, fijar los límites del indudable principio legitimador en nuestros días (¿lo será en el inmediato futuro la tecnocracia?) y, por otro, sanear las mores del funcionamiento democrático. Con ello renacerá la ilusión de los ciudadanos. Y "no todos serán iguales", ni el "si yo pudiera haría lo mismo" ni, en suma, la consideración, no poco extendida, de la insoslayable maldad de la actividad a la que el hombre parece unido desde el pensamiento de Aristóteles.

Y c) Culturizar la sociedad. Tengo para mí que estamos experimentando una doble y aparentemente opuesta situación. Por una parte, el gran avance tecnológico y de modernización. Creo que al mismo nivel de cualquier país extranjero. La vieja problemática de europeizar a nuestro país bien puede darse por superada. Y hasta lo hemos hecho bien y con el añadido de que España es un hermoso país que acaso se nos estropee de vez en cuando, como afirmara Cela o, lo que es peor, estemos siempre dispuestos a estropearlo. Con muchas ocasiones perdidas en su historia y con una oculta tendencia al cainismo que, de vez en vez, aflora y todo lo estropea. Es hasta posible que la historia de España sea la historia del enfrentamiento entre españoles. Pero, repito, tecnológicamente no estamos peor que otros.

Pero en otro aspecto, el cultural, estimo que nadie puede negar las altas cuotas de mediocridad que el país fomenta, padece y arrastra. Aquí nadie engendra una idea que merezca la pena. Y acaso si la política es acusada de mediocre es porque mediocres son también otros muchos sectores de nuestra cultura y de nuestra sociedad. Únicamente hay que pensar en nuestra televisión, que está pidiendo a gritos una enérgica actuación de los poderes públicos. Y los restos de una Universidad claramente agonizante. Y la falta de sensibilidad ante lo artístico. Y los horrores de los programas "del corazón", de los absurdos programas estimulantes del rápido enriquecimiento, del consentido y hasta auspiciado destrozo del idioma. De la ausencia de una gran empresa como es el fomento de una cultura de paz, tolerancia y diálogo con el pertinente apoyo a quienes discretamente hoy la desempeñamos. ¡Qué pena que nuestra Constitución no recogiera a la paz como uno de sus valores superiores!

Creo que, sin abordar estas premisas que acabo de esbozar como modestas incitaciones al nuevo Gobierno, todo lo demás seguirá igual. Por el contrario, si a ellas nos enfrentamos, personalmente me daré por satisfecho. Aunque en la cuneta quede mucho o bastante de lo ahora prometido y luego necesariamente incumplido por imperio de las circunstancias.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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