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Columna
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Princesa de rojo

Había una vez un príncipe cuyo destino era casarse con una plebeya. Claro que él no lo sabía. Su familia, mucho menos. Por el contrario, anhelaban la princesa más linda, aunque no fuera muy hacendosa, que total eso a las princesas no les hace mucha falta. Primero él se fijó en una muchacha de rancio abolengo y bella (no hay contradicción tampoco), pero la familia se sintió horrorizada cuando supo que los padres andaban con eso del divorcio. Luego, sería por contraste, el heredero puso sus ojos en una modelo escultural de un país remoto y frío, pese a lo cual la muchacha tenía la rara costumbre de pasear en paños menores. Ni hablar, le dijeron en la Corte. (Más adelante se sabría que no era aquel el único obstáculo insalvable, sino que, indagando, indagando, los padres de la escultural resultaron ser de clase obrera. Y claro.)

Así fue rebotando el Príncipe de una en otra, hasta que cansó a la familia. Por fin un día, viendo el telediario, le alcanzó el venablo definitivo del amor. Aquella muchacha de clase media que parecía hecha para el marco de la caja tonta, incluso cuando se mostraba embadurnada en chapapote, era. Sin duda. La llamó y le dijo: Mira, Alegría -que así se llamaba-, resulta que te quiero, Yo también, contestó ella, cuando acertó a decir algo, Pero no se lo diremos a nadie hasta el día menos pensado, porque como eres divorciada y de un matrimonio civil, ya comprendes que nos pueden hasta matar.

Tenía aquel Príncipe una rara inclinación por Turdetania, la región más al Sur y de las más pobres del país. Se la había pateado de arriba abajo, mas no por conventos y cuarteles, como hacen príncipes tontorrones, sino por fábricas y calles y hasta por barrios donde la gente carecía de casi todo y lloraba cantando. ¿Su alteza se habrá vuelto loco o es que quiere parecer un príncipe de izquierdas?, le preguntó, alarmado y cáustico, el cuidador de imagen.

Pero la chica de la tele lo iba anotando todo, y cuando por fin se hizo público el compromiso, le regaló a su prometido una edición de El doncel de don Enrique el Doliente, de Larra, en tapas rojas. Una historia medieval de amores turbulentos entre Elvira, dama de la corte del Marqués de Villena, y Macías, su enamorado trovador. Final trágico, cuando Macías, de vuelta de la Guerra de Granada, encuentra a Elvira casada con un noble, por mandato del marqués, como era entonces costumbre. Cárcel para el poeta en el Castillo de Arjonilla, Jaén (lugar donde ya regaban los olivos con sudor de jornaleros), canciones hermosamente desesperadas desde la ventana del encierro, y un venablo mortal que el marido celoso envía al trovador en pleno éxtasis.

Los analistas de la Corte no acertaban a comprender el significado de este obsequio. Pero cuando vieron a la bella plebeya lucir toda de rojo en su primer baile oficial, entraron en sospechas. ¿Era rojo pasión o qué clase de rojo era? ¿Acaso una vacuna simbólica contra la desdicha que incuba todo gran amor? ¿Y si quisiera recordarle al príncipe, entre tanto pastel y purpurinas, el lado izquierdo de las cosas, no fuera a írsele de la olla lo de Turdetania? "Cualquiera sabe", dijo entre dientes el cuidador de imagen, al tiempo de estampar su firma en un escrito de dimisión, irrevocable.

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