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Columna
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Los toros

Rosa Montero

Mi padre era torero profesional. De pequeña, antes de las corridas, le veía entrar al cuarto de baño vestido de padre normal y salir convertido en un dios refulgente, embutido en su traje de mil brillos (una transmutación que puede dar origen a muchas horas de diván psicoanalítico). He asistido a múltiples corridas desde mi infancia, pero hace mucho que he dejado de ir. No me gustan. Me parecen de una violencia insoportable, y no sólo para los toros, lo cual es evidente, sino también para los lidiadores. Conozco bien a los toreros y sé que no son unos brutos carniceros. Si entrevistas a un futbolista, la mayor parte de las veces comprobarás que es, con perdón, un marmolillo; pero si entrevistas al torero más inculto, por lo general poseerá algo propio que decir, porque ha tenido que pensarse la vida (y la muerte). Mi amor por los animales, que es enorme, lo heredé de mi padre, que adoraba a todos los bichos vivientes. Así somos de complejos y contradictorios los humanos.

La lidia taurina es un ritual antiquísimo, una liturgia de muerte primordial y primitiva, de ahí su atractivo y su potencia catártica. Pero también las ejecuciones públicas o el circo romano debían de ser profundamente emocionantes, y, sin embargo, la sociedad ha crecido por encima de esas brutalidades. En su artículo a favor de los toros, mi admirado Vargas Llosa olvida un argumento fundamental: puede que los animales que nos comemos sean peor tratados en los mataderos, pero no hacemos de su sufrimiento un espectáculo. Y esa diferencia es esencial. Cuando se impuso el peto a los caballos durante la dictadura de Primo de Rivera (hasta entonces los toros destripaban a tres o cuatro caballos cada tarde; les metían los intestinos a puñados, les cosían en vivo y volvían a sacarles), el gran Ortega y Gasset escribió indignado que el peto acababa con la fiesta. Ortega pertenecía a su época, un tiempo violento y sanguinario que desembocó en la carnicería de la Guerra Civil. Hoy nadie soportaría el atroz tormento de los caballos, porque hemos ganado en civilidad, porque somos mejores y más humanos. Y llegará el momento en que nadie soportará la crueldad de la lidia. Den un paso mental atrás, sálganse de esta época y contemplen la fiesta taurina: verán que es tremenda.

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