El decálogo del directivo
Hace años, mi actitud hacia los códigos, decálogos y declaraciones de principios era más bien crítica. Me parecía que pertenecían más al ámbito de las relaciones públicas y la mercadotecnia que al del compromiso y la ética. Poco a poco, mi prevención fue desapareciendo no porque haya cambiado el uso que muchos dan a esos instrumentos, sino porque me parece que cumplen otras funciones que merecen aplauso: sirven de recordatorio de lo que hay que hacer, despiertan ideas interesantes sobre mejores maneras de hacer las cosas y nos ayudan a portarnos bien. Al principio, es verdad, porque lo manda el código o por el qué dirán. Pero, poco a poco, es probable que uno acabe portándose bien porque eso es lo que los demás esperan de mí y, finalmente, porque debo comportarme así.
El directivo debe actuar conforme a los principios de la ética de los negocios
La Asociación Española de Directivos ha lanzado recientemente un Decálogo del directivo, que, sin duda, leerán con interés sus más de 1.100 socios, pero que también recibirán y estudiarán los más de 55.000 directivos que en España forman parte de la Confederación Española de Directivos y Ejecutivos. Yo también me lo he leído, y me ha parecido una magnífica iniciativa. No dice nada nuevo, como es lógico, pero al menos sirve para recordar ideas que deben estar muy presentes en la vida de las mujeres y los hombres que dirigen las empresas.
Por ejemplo, que el directivo es un agente que debe promover los intereses de la propiedad de la empresa. Eso es lo que dispone la legislación española, que confiere la titularidad a la propiedad del capital, lo cual crea, pues, un deber de justicia para actuar de acuerdo con los intereses de los propietarios -y esto vale para todos los directivos, sea cual sea su nivel, también los que son parte de la propiedad; por ejemplo, en las empresas familiares.
Pero no sólo deben atender los intereses de la propiedad: otro principio de este Decálogo recuerda que deben cuidar el equilibrio entre los intereses de empleados, directivos, clientes, proveedores y la sociedad en general. Y esto no resulta fácil -pero nadie ha dicho que dirigir empresas sea una tarea fácil. La tentación del directivo es abrir la caja para ir atendiendo a las peticiones de los distintos grupos de intereses, repartiendo aumentos de sueldo por aquí y obras de beneficencia por allá... hasta acabar con el patrimonio de la empresa. Pero lo que se espera de él es que sea capaz de atender a las verdaderas necesidades de todos los interesados, que incluirán, a veces, un aumento de sueldo, y otras una bronca, más exigencia, o la apertura de horizontes profesionales que vayan más allá del mero cumplir para ganarse un salario.
Otro principio es el que atribuye al directivo la responsabilidad de involucrar a todos sus colaboradores en el objetivo común de la empresa. Y merece ser destacado, porque va mucho más allá del simple cumplir lo pactado a que, con frecuencia, se reducen las relaciones laborales. Esto implica, claro está, que hay que encomendar a los empleados el trabajo pactado y pagarles el salario que se acordó, pero también que hay que hacerles sentir que trabajan en algo propio, que la empresa tiene unos objetivos que no son ajenos a ninguno de los que colaboran en ella, y que esos objetivos deben ser asumidos por todos, cada uno en la parte que le corresponde.
También se afirma que el directivo debe conjugar con lealtad la carrera profesional propia con los intereses legítimos de la empresa. No hay -no debe haber aquí- un verdadero conflicto de intereses: el directivo tiene derecho a su carrera profesional, pero, en la medida en que una parte de su carrera se desarrolle dentro de la empresa, la lealtad le obliga a acomodar ambos intereses. Y también obliga a la empresa a cuidar de la carrera profesional de sus directivos y, en general, de todos sus empleados. Han pasado ya los tiempos en que la empresa podía garantizar, razonablemente, una ocupación de por vida. Por eso, por lealtad con sus directivos, debe facilitarles la salida, en condiciones adecuadas, cuando llegan al límite de sus posibilidades en la empresa.
El último punto del Decálogo es que el directivo debe actuar en todo momento conforme a los principios de la ética de los negocios. De algún modo, este punto los resume a todos. Un directivo debe ser profesionalmente competente, por razones también de naturaleza ética. Y debe comportarse siempre de acuerdo con las reglas morales porque eso es lo que pide su excelencia profesional. De algún modo, cumplir el Decálogo del directivo es ser profesionalmente excelente: trabajar bien, mejorar como persona en el propio trabajo y ayudar a los demás a desarrollarse como personas, todo a través de la tarea del directivo. ¡Casi nada!
Antonio Argandoña es profesor de Economía de IESE.
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