Lupo
Es ésta una historia con final feliz y cualquier parecido con la realidad es absolutamente cierto. Lupo nació hace cuatro años en Málaga, su padre es un mestizo grande y de color dorado, y su madre una pastora alemana. Sus orejas erguidas, sus ojos chispeantes y alegres están siempre pendientes de su misión: cuidar a su dueño. Su dueño, no importa el nombre, vamos a llamarle Pepe, es un jubilado que vive en una barriada malagueña.
En una casamata pequeña y desorganizada, de hombre solitario, con los hijos lejos y con nietos que ni conoce, Lupo llena los días de Pepe, le acompaña al súper y lo espera, tranquilo y solemne, moviendo la cola cuando alguien del barrio le dice "hola, Lupo"; comparte sus paseos y le busca amigos, gente que lo acaricia y charla un rato con su dueño, primero sobre lo guapo que es Lupo, después sobre lo que sea, el caso es hablar, no volver a casa sin cruzar palabra, abrir soledades y compartir las de otros. Su vida transcurre plácida y puede que monótona, sin grandes acontecimientos, pero sabiendo que están los dos juntos, que con la simple mirada se entienden.
Desde hace una semana, Lupo echa de menos a su dueño. Las caricias y las palabras no le sirven, no calman su angustia, no llenan el hueco de la ausencia. Manos amigas lo tocan y voces amables le hablan: "No pasa nada, Lupo, dentro de poco estaréis otra vez juntos".
Pepe está ingresado en Carlos Haya, se lo llevaron en una ambulancia, nadie se preocupó de Lupo, nadie prestó atención a un perro que, con cara de preocupación, miraba gimiendo bajito a su dueño, tendido en una camilla, quieto y callado. Nadie lo miró cuando cerraron la puerta de la casa, nadie lo escuchó cuando ladraba diciéndole "no te vayas sin mí" a su dueño. Lupo se quedó solo y llegó la noche, pero él no comía del plato con comida en la cocina, no quería agua, tampoco sentía hambre ni sed, sólo sentía una pena y un desamparo tremendo, no recordaba un minuto de su vida sin la presencia amiga de su dueño.
Al segundo día, despertó Pepe y sus primeras palabras fueron para Lupo, ¿dónde estaba? Nadie sabía de quién hablaba, temían decirle que sus hijos no daban señales de acudir, pero él insistía, quería que viniera la asistente social, y vino. A ella le explicó lo que pasaba, supo decir las palabras precisas para transmitir su preocupación y su angustia: "Lupo es todo lo que tengo, sabe usted, y está solo, mis hijos están lejos, tienen su vida, estamos lejos... Tal vez no puedan venir, pero Lupo me espera, tiene que estar conmigo cuando vuelva a casa, siempre hemos estado juntos... Alguien tiene que cuidar de él mientras tanto, lo entenderá, lo entiende casi todo".
La mujer llamó a la perrera municipal y allí le dijeron que no podían hacerse cargo del perro, que era ya muy tarde, que llamase mañana, que ningún chucho se muere por estar sin comer, que no molestase más, que éstas no son horas...
Una mujer que visitaba a un familiar oyó la conversación entre la asistenta social y Pepe, el gesto de dolor y la congoja de su cara la hicieron intervenir: "Llame a la Protectora, ellos vienen seguro, sea la hora que sea, les da lo mismo. Lupo estará bien con ellos y se lo llevarán a su casa cuando regrese".
Así lo hizo la asistenta social y Lupo espera, triste pero con esperanza, en el Refugio de los Asperones que Pepe se restablezca y regrese a su casa. Añora los paseos por la Virreina, su barrio; a la cajera del súper que le guardaba recortes de queso; a los amigos de su dueño que le acariciaban la cabeza y le decían "buen perro, Lupo"; a los niños que le tiran de las orejas, a la del estanco, pero, sobre todo, añora y sueña a su dueño...
Tienes suerte, Lupo, tienes al dueño que te mereces. Ojalá todos los perros tuvieran los dueños que se merecen.
Gracias, asistenta social; gracias, Pepe; gracias, Lupo; gracias, Protectora de Animales y Plantas de Málaga, el mundo seguirá siendo hermoso mientras haya gente como vosotros.
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