Tristes apariencias
La función del Real ha sido decepcionante (una verdadera humillación para el ballet académico-clásico), si exceptuamos la presencia de algunos bailarines de mérito y alguna que otra coreografía moderna. Lo visto no puede catalogarse de gala propiamente dicha, aunque el término está ya tan pervertido (hasta por la televisión basura) que da igual.
El cacareado lamento (usado demagógicamente por organizadores y políticos) de que hay mucho talento español bailando fuera de la Península, resulta ya baladí y absurdo en el mundo globalizado de hoy. Si algo hay que aplaudir en esos artistas es la inteligencia y la intuición al huir de la escuálida y lamentable situación de la danza y el ballet en España. Naturalmente, las formas aconsejan lo políticamente correcto: decir que se desea de todo corazón volver (pero ninguno vuelve).
Gala del Ayuntamiento de Madrid
Bailarines: Lola Greco, Mayte Bajo, María Vivó, Gala Vivancos, Kira Gimeno, Nani Paños, Rafael Estévez, Roser Muñoz, Vicent Gros, Alicia Olleta, Guy Albouy, Aída Gómez, Rubén Martín, Rachel Viselli, Goyo Montero, Iratxe Ansa, África Guzmán, Joeri de Korte y José Antonio Ruiz. Teatro Real, Madrid. 14 de mayo.
Tenemos lo que nos merecemos en ballet. Y así está el panorama, que hiere la sensibilidad del espectador y hace perder objetividad y memoria. Y así, también, aquello del Real anteayer fue un despropósito en el orden del programa y en la selección de lo que mejor convenía a las posibilidades de cada intérprete. Se notó a todas luces que no hay un criterio balletístico o coréutico, sino un interés de aparentar.
Empezó la noche con una primera ensalada de danza española que sonaba a naftalina y parque temático del que sólo se salva el refinamiento de Mayte Bajo (sus palillos prodigiosos) y el oficio algo manierista de Lola Greco.
Después, los tres intentos de fragmentos clásicos (Giselle, Cascanueces y El lago de los cisnes) resultaron despropósitos estéticos, técnicos y estilísticos imperdonables (algo tendría que decir y reclamársele a la dirección del coliseo, que deja su escenario y se desentiende de la calidad de lo que se exhibe o se oye, desde grabaciones espurias a un Bach lamentable). Dio calidad en la ejecución Aída Gómez en su Zarabanda (se creó para ella hace más de quince años, y la sostiene con brío). África Guzmán y Joeri de Korte bordaron un fragmento de Petite morte de Jiri Kilian: seguros, ligados, entrando con seriedad en la sensual sugerencia.
En la segunda parte el asunto mejoró algo, pero el mérito fue más de las firmas de los coreógrafos, como Hans van Manen (Piezas polacas), Uwe Scholz (La creación) y Balanchine (Who cares?), que de la intensidad de las interpretaciones, que fueron de trámite. También se vio una coreografía con materiales efectistas de escaso interés ideada por Goyo Montero (el bailar no valida para la creación: se trata de una seria ley de la danza y es obligado respetarla), y fue ocasión de ver a una excelente bailarina, la vasca Iratxe Ansa, cuyo nervio y concentración siempre son bienvenidos.
Cerró la velada José Antonio Ruiz con Aída Gómez en otro de los escasos momentos de calidad y consuelo, con una versión renovada de su Romance de luna (aquel dúo que estrenara con Makárova en Marinskii en 1990). Eran otros tiempos. Otros intereses, otra historia, casi otro mundo.
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