El miedo de las mil caras
¡Qué miedo daba Narciso Ibáñez Menta! Un día era ese hombre que iba andando por el asfalto, se ponía sobre una mancha y no podía despegarse de ella: los transeúntes le miraban como a un excéntrico, o a un peligroso loco herido de contorsiones; pero la mancha se abría bajo sus pies, el asfalto se lo iba tragando... Otro era el Hombre Lobo, y otro el mismísimo Drácula de Transilvana, con sus colmillos chorreando sangre, a poder ser de una doncella hermosa y de amplio escote, mordida en el cuello mórbido y blanco. Este asturiano (Sama de Langreo) estaba ya en los noventa y dos años (1912) cuando ha tenido, por fin, el verdadero rictus de la muerte, tantas veces fingido. Tenía una carrera casi tan larga como su vida: a los 15 días, su madre le sacaba ya a escena haciendo, por una vez, de lo que era: un papel de bebé. Venía de una dinastía de actores y la continuó: se casó en Montevideo con una extraordinaria actriz, Pepita Serrador, hermana de Pastor Serrador (Camaguey, Cuba, 1919), y tuvieron un hijo: Narciso Ibáñez Serrador, otro ídolo (Montevideo, 1935), que será el creador en España de Historias para no dormir. Con ese padre aterrador en escena o en el celuloide, o en la televisión. No son datos sin importancia: están indicando una época del teatro en que las compañías podían trabajar en Sama y poco después en América. "Cruzar el charco", se llamaba aquello; y los chicos nacidos en los camerinos -aproximadamente: como Fernán-Gómez- tenían un nombre francés, enfants de la balle. Algo habrá que explicar: en el juego de pelota, o de la balle, de París, los jugadores vivían en familia y dedicaban al juego a los niños que nacían allí mismo: se decía que los padres enseñaban a los hijos el secreto de ciertos golpes de la palma en la pelota. Pasó al circo, al teatro.
"El hombre de las mil caras": el actor que con el maquillaje necesario, pero sobre todo con el gesto, con la voz, con la forma de hacer brillar los ojos o de alargar una mano ávida, sabía cambiar al honesto, bueno y enamorado Dr. Jekyll en un feroz Mr. Hyde asesino de prostitutas, terror de los barrios londinenses de la ginebra y el cuchillo. Éste era Narciso Ibáñez Menta: lo había aprendido, decía él, de Lon Chaney. En Madrid, en Buenos Aires, había salas especializadas para ese género, para que el terror desbordase el escenario. Narciso Ibáñez Menta vio morir ese teatro, y casi todo el teatro, y las dinastías, pero no descabalgó: se pasó al cine que acababa de nacer cuando nació, y de ahí a la televisión; pasó de ser maestro a ser discípulo de su hijo. Llevó su terror a la pantalla: en El monstruo no ha muerto (Buenos Aires, 1970) le dio un sentido muy especial. Era una explicación de por qué el mundo iba tan mal: entonces era ya Oriente Medio, pero era también el Vietnam, la amenaza de guerra en Rusia. Y China, entre China y el mundo; África, entre revueltas y hambre... Y es que el monstruo no había muerto: era Adolfo Hitler, que no había muerto en el búnker, sino que había huido a Argentina, y desde allí estaba creando el caos en el mundo: con un pie, naturalmente, en los Estados Unidos. ¿Quién creían ustedes que mató a Kennedy, quién a Martín Lutero King? El propio Hitler o sus esbirros. Me pregunto quién haría el caos de todo el mundo anterior, o quién extinguió a los dinosaurios o quién metió en el universo nada menos que al hombre como capaz de sembrarlo todo de la entropía maligna: un Hitler eterno. Decía él que era "una fantasía acerca de la no muerte de Hitler en el búnker alemán" (el director era Alberto Rinaldi).
Claro que no es posible recordar las mil caras y las mil obras de Ibáñez Menta: pero sí a él, polifacético, sorprendente; y a una época del teatro que se va desangrando día a día.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.