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Columna
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Cuentos

La infancia goza de un inmerecido prestigio sentimental. Se nos enseña a añorar aquel mundo remoto en pantalón corto en que no podíamos ir a donde nos daba la gana ni elegir el jersey con el que marchábamos al colegio, y en el que la libertad se confundía con salvas de pedradas en un descampado o calcetines pringados de fango que arrastrábamos, cabizbajos, hasta la filípica paterna que nos aguardaba en el salón. Desde Proust, toda persona medianamente inteligente y culta se ve obligada a afirmar que querría ser niño de nuevo, pero observo que en realidad el niño es una criatura repelente y estólida, y que su vida no merece ninguna clase de envidia, no más que la de mi mascota o del sordo cactus que resiste a las intemperies en la maceta del balcón. Dice Michel Tournier, en un interesante librito titulado El espejo de las ideas, que Rousseau inició la moda de situar en la niñez todas las oportunidades y los sueños perdidos del pasado, convirtiéndola en ese reino mágico e imposible al que jamás nadie puede regresar, y donde todos los habitantes son felices como gorriones. Sin embargo, añade Tournier, ni los niños son tan felices ni la infancia consiste en ese país subversivo donde aún carecen de validez las leyes que se acatarán en la edad adulta. A diferencia del adolescente, el niño es conservador: su principal interés radica en el mantenimiento del statu quo, en que mamá y papá sigan juntos o los cumpleaños sigan celebrándose en la salita. Mientras la adolescencia, que sí se revela verdaderamente revolucionaria e incómoda, solicita el cambio, la infancia pretende retener las cosas a toda costa, aferrarse a ellas con una desesperación egoísta. Por esto, concluye Tournier, los adolescentes leen a Rimbaud, a Vian, a Bukowski, y, en el mejor de los casos, los niños leen cuentos de hadas.

Me acordé de estas líneas del escritor francés cuando supe que una profesora de Filología Inglesa de Huelva, Beatriz Domínguez, ha invertido cinco años de investigaciones y análisis en determinar el influjo que los cuentos de hadas han ejercido sobre ciertas novelistas contemporáneas. Su diagnóstico es una acusación: pasando por alto sus méritos literarios, estos cuentos "conforman un rol y patrones de conducta predeterminados que trasladados al ámbito educativo se muestran inútiles". A mí no me hace falta internarme en la pedagogía para entender que dentro de todas estas historias de brujas y de príncipes hay mucho material de contrabando que, mal evacuado, puede enquistarse en el cerebro del lector y hacerle mucho daño. Doncellas cuyo mayor anhelo en la vida está en casarse con un heredero, triunfos que se identifican con cofres repletos y aves que producen huevos de oro, el color negro asociado al mal y la verruga a la traición, no sólo forman parte de un dudoso acervo educativo, sino que nos hablan también de un universo tenebroso, frágil, estático, donde la única posibilidad de mejora se confía a la magia o a la generosidad de un monarca. Tal vez aprovechando ese desván mal oreado que existe en todos nosotros, las televisiones venden a precio de barril de crudo cada mínimo segundo de ese famoso 22 de mayo por el que suspiran las abuelas.

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