De caballos
Parece que volverá pronto a funcionar el hipódromo de Madrid, cuya clausura y abandono no han tenido pública satisfacción. Ignoro el futuro que le espera a esta antigua competición que tiene todos los supuestos ingredientes del espectáculo, al que se une la posibilidad de ganar dinero con las apuestas. Poco a poco, las demostraciones deportivas han ido masificándose y quedó arrumbada la práctica ecuestre del polo. Sólo conozco a tres o cuatro personas que lo hayan practicado y no desdeñan la ocasión de hablar de sus invalideces causadas por la práctica de tan refinado y viril entretenimiento. Los madrileños, a la hora de mostrar preferencias por los cuadrúpedos, nos hemos decantado por el toro de lidia.
Las carreras de caballos no fueron nunca distracción de masas por circunstancias específicas. Como diversión, es muy breve, las galopadas más largas apenas llegan a dos o tres minutos. El intervalo entre una y otra intervención es de gran demora, empleada en otras latitudes por el cuidadoso afán al rellenar correctamente los boletos y la exhibición de trajes y sombreros lucidos por las damas. Para lo primero falta una cultura hípica derivada del conocimiento y amor que puedan tenerse hacia los equinos. Somos la patria del caballo árabe-andaluz, pero no lo conocemos ni de vista, además de que los participantes en esas competiciones son de una doma especial. En cuanto a convertir el hipódromo en una pasarela de la moda se opondría la resistencia de nuestras bellezas nacionales a deambular sobre la hierba poco después de la sobremesa.
El ingrediente más poderoso son las apuestas, y eso se intentó durante unos cuantos años y fracasó al no implantarse con fuerza entre las distintas capas sociales. Fue una distracción elitista. Asistí con gusto, incluso entusiasmo, durante varias temporadas, valiéndome de amistades que me permitían circular por los palcos de los propietarios. Gloriosas jornadas primaverales y otoñales de nuestro turf, donde todo el mundo se conocía en el recinto de primera clase, lo que no es bueno para algo que se intenta que llegue a las masas. Lo comparaba con una marca de cigarrillos negros canarios, de magnífica liga, mi última predilección en un largo periodo de fumador empedernido. Acabó siendo muy difícil de encontrar y llegué a trabar cierta amistad con el representante en Madrid. "Esto se acaba, querido amigo", me dijo. "Una marca de cigarrillos que conoce personalmente a sus clientes no puede sobrevivir". Algo semejante pasaba con las carreras de caballos. Los aficionados, digamos plebeyos, estaban segregados en medio de las pistas, magnífico observatorio, pero con la mala conciencia de apartheid, sobre todo cuando llovía, al no tener techado. Los espectadores de preferencia podían curiosear en el paddock, que es donde se exhiben los ejemplares antes de ser ensillados, disfrutar del bar y saludarse unos a otros antes y después de cerrarse las taquillas.
Rara vez había más de cuatro o cinco caballos galopando juntos. No lo presencié, pero creo que incluso en alguna ocasión había intervenido un solo ejemplar que llegó segundo, al correr contra el reloj. El incentivo de las apuestas apenas llegó a contaminar a quienes no asistían a las carreras, aunque no llegó a consolidarse la Quiniela Hípica. La figura del corredor de apuestas, que tan bien conocemos por el cine y la literatura policiaca, nunca se instaló entre nosotros.
Tener y mantener un caballo era muy costoso, como poseer un yate de treinta metros. Mi amigo, ya desaparecido, Pepe Subirana me contó que en tiempos -el año 1921- se otorgó en España el más alto premio del mundo. Fue en la pista guipuzcoana de Lasarte y lo alcanzó un caballo llamado Ruban (cinta, en francés), montado por el famoso jockey, Lipe. El dueño del ganador era don Alfonso XIII, rey de España. En los pasados años cincuenta, los corceles españoles llegaron a codearse con los mejores de Europa. Un entonces famoso constructor, Ramón Beamonte -que levantó y perdió una colosal fortuna-, poseía una de las mejores cuadras. Aquel año presentó dos purasangre en la más famosa reunión hípica francesa, el Arco de Triunfo. Uno de ellos entró en cabeza, lo que no ha vuelto a producirse, que yo sepa.
Esperemos que cunda la afición para pasar una tarde al aire libre, sin hinchas o aficionados que nos estrujen, respirando la brisa de la sierra y jugándonos unos euros a ese crack que resulta un jamelgo. Bueno, eso pasa también con la Primitiva.
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