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Reportaje:

Prostitución entre huertos

El último escalón de comercio sexual con inmigrantes se da en un camino rural que atraviesa La Plana

Cuando llueve, este camino a través de la comarca de La Plana que todos conocen como el Caminàs, no es diferente de tantos otras largos trayectos rurales. Pero, en el momento en que sale el sol, cuando los que pagan por sexo no sienten pereza de salir a la fresca, uno puede llegar a encontrarse con hasta casi catorce quilómetros de terreno salpicado de prostitutas -solas o en grupo- en medio de los naranjos. Entonces, al lado de la variedad de mandarina Clemenules, en campos de Nules, Borriana, Almassora o Castellón, es posible detectar una joven variedad humana que tiene como nexo común el desespero. Se trata de chicas de unos veinte años de Liberia y Nigeria, de Bulgaria y Rumanía. "A veces puedes ver decenas a lo largo del Caminàs", cuenta un vecino de Burriana, "aunque la policía no deja tampoco que ejerzan un número enorme de chavalas, ni que se acercen demasiado a los municipios".

Cuando hay problemas, usan el móvil para avisar a sus protectores
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Un modelo en aumento

Se sitúan bien separadas por color y procedencia, sentadas en sillas de playa, algunas con radiocassette y bocadillos, la mayoría con botellas de agua, no sólo para beber, sino para sustituir el efecto de la limpieza del bidé. Hablan por el móvil. Entre otras cosas, lo usan para, cuando hay problemas con clientes, avisar a sus protectores y hacerlos venir a la zona. En el caso de las africanas, no tienen chulos al uso, sino una especie de capataces que, de vez en cuando, dan vueltas por allí en coche, como si vigilaran las reses de un rancho. Muchas creen estar sujetas por ritos vudús al poder de las mami, como llaman a sus madames, y esto, que ya es de sobra, las libra de un control extremo a pie de obra. En cambio, las chicas de Europa del Este sí sufren una vigilancia más estrecha. No es raro ver ojos morados en sus caras, ya que sus macarras búlgaros o rumanos no se lo piensan a la hora de marcarles la cara. Han comprobado que ni eso repugna a la clientela. Tampoco repugna la cara de aburrimiento mortal que muestran estas jóvenes de 12 de la mañana a 7 de la tarde, que es su horario en la zona. O el aspecto de colocadas que a veces muestran. Era cuestión de tiempo que las prostitutas inmigrantes se relacionaran con la droga (alcohol y coca), pero todo vale en el Caminàs, para una clientela "o muy vieja o muy joven, gente de los pueblos, que quiere pagar poco", explica Francisco, un joven que conoce la zona. "Las rumanas han roto el mercado, son más guapas y hacen prácticas sexuales más atrevidas". También hablan castellano, y esto ha hecho que la mayoría de las subsaharianas de aquí hayan tenido que aprender a hablarlo. No hay, en cambio, espacio para prostitutas locales. "Antes las veías, todas yonquis, pero no pudieron con la novedad y desaparecieron", dice. "Desde finales de los 90 empezaron a venir chicas de fuera, hasta que hoy en día cubren toda la oferta en el Caminàs; a algunas las traen en furgonetas, otras llegan como pueden por su propio pie".

Los servicios los cobran tirados, a diez y veinte euros, subiendo algo más cuando el cliente pide un sexo raro. Los encuentros se concretan en el coche del tipo, en recodos del camino, detrás de árboles. Y la pregunta es: ¿por qué están aquí, en mitad de la huerta? Responde Sofía -nombre profesional-, de Liberia. Dice tener 20 años. "Venimos porque no hay sitio en los clubes ni en las calles; hay demasiadas chicas; aquí hay mucho espacio, te puedes repartir el terreno". Dice que todo lo más, ella tiene tres clientes por día. "Pero hay días de un solo cliente, o de ninguno". Duerme en una habitación en Castellón y vive con otras prostitutas. No obstante, en las horas de trabajo no se habla con las chicas rumanas ni con la mayoría de las africanas, sólo con su grupito. En la miseria, la competencia es feroz. Incluso en medio del campo.

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