Los modernos
Han pasado 100 años, varias guerras, miles de litros de alcohol, millones de dólares, fama, anonimato, abstracciones, realismos y surrealismos. Han pasado poderes y fracasos y no han podido dejar de ser modernos, precisamente por no empeñarse en serlo. Esta semana se celebran dos centenarios de dos modernos y residentes en Madrid. Centenario en muerte, el de Dalí. Una muerte que sigue manteniendo al pintor, al excelente escritor que hacía faltas de ortografía, al catalán que supo cumplir dos de los deseos que le persiguieron desde su juventud: Crearse su prisión lo antes posible y hacerse ligeramente multimillonario. Lo consiguió, aunque su prisión estuviera llena de seres ambiguos y objetos extravagantes. Y sus millones se los adelgazaran la pandilla tan dudosa de la que se rodeó Dalí. Un avidadollars que no sabía lo que era un "duro". Así que pasen cien años sigue Dalí siendo un apasionante enigma que el nuevo libro de Ian Gibson, sobre su juventud y la feliz reedición, en bolsillo, del clásico de Agustín Sánchez Vidal sobre aquellos modernos residentes, nos ayudan a elucidar un poco. Al genio ampurdanés también le pasó, aunque él no lo reconociera, aquello que decía el joven Rimbaud: "La belleza se sentó en mis rodillas y me cansé de ella". Se cansó y terminó por pintar horrores como a la nieta del dictador a caballo. Cuando la belleza pasa de ser convulsa a ser comestible corre el peligro de comerse al propio creador.
Cosas de Dalí, y de los otros modernos residentes, nos contaba la otra noche José Bello, antes Pepín, el último superviviente, el más desconocido, el hombre que no hizo, el que no quiso hacer, y que, sin embargo, mantiene el genio, la figura, la nocturnidad y la surreal capacidad para la ocurrencia en un estado de provocación que para sí quisiera, por ejemplo, el autor de la biografía de los ocho años de Aznar.
Pepín Bello cumple 100 años sin odio. Fue capaz de unir a los contrarios -Buñuel, Lorca, Dalí-; de superar los excesos ideológicos de sus amigos, los comunistas o los fascistas. Sufrió la muerte cercana, conoció el miedo, el exilio interior, el fracaso en los negocios, y, eso sí, supo vivir sin dar golpe. Un arte mayor que, por lo visto, conserva muy bien. Bebió sin tambalearse, fumó hasta ser octogenario, comió sin dietas, nunca se levantó antes del mediodía, se mantuvo creativamente insomne y en compañía de sus disparatadas creaciones que nunca quiso escribir. Genial cuentista, admirador de mentirosos -Valle Inclán, a la cabeza-, sufridor de tacañerías -Unamuno, estreñido campeón en esas artes-, amigo de ogros- Ramón Carande o Pancho Cossío, que conseguían seguir engordando y comiendo en la ciudad sitiada-, putero en compañía de Buñuel -Lorca y Dalí no estaban interesados-, republicano que admiraba la belleza de la reina o de la duquesa de Alba de aquellos años de primorriverismo y modernidad. Pepín Bello tuvo dos sonoros fracasos como empresario. En los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando no llegaban las pieles de astracán, ni los visones, pensó que las pieles de nuestros corderos serían los patrióticos sustitutos de los abrigos de visones de las elegantes de aquellos años de nuestra posguerra. Afrancesado, como se declara Aznar en la reinvención de su vida en forma de libro, escrito por José María Marco y presentado por Jon Juaristi, Bello pensó que llamando a esas pieles mouton doreé podrían dar el golpe. Nada. Silencio de los corderos. Adiós cordera, adiós negocio y adiós a las armas.
No se rindió; Bello, en compañía de los Garrigues y de un inútil amigo americano, montó el primer, único y último car-cinema de la ciudad. Dos o tres sesiones fueron suficientes para comprobar que no éramos americanos, ni teníamos coches, ni hamburguesas. La enorme pantalla se podía ver en las cercanías de la carretera de Barajas hasta hace pocos años. Un fracaso laboral más en una vida llena de riqueza vital.
Carmen Calvo, residente accidental en el mismo lugar donde la pandilla de modernos inventaba maldades contra los putrefactos, se acercó con admiración y prisas para compartir una cerveza con el último de la generación. Se piropearon, rieron, y la ministra le anunció su participación en el gran homenaje que la Residencia de Estudiantes le tributará para mayor gloria de un antipedante, de un imprescindible al que todavía casi todos llaman Pepín. Un ejemplo contra toda afectación. Un centenario en vida del hombre que, según palabras de Bergamín, fue el verdadero inspirador del surrealismo español. Un catalizador del vanguardismo a la española. Y con buen humor.
Buen humor, eso también tuvo hace años el poeta, ex director del Instituto Cervantes, Jon Juaristi. En la interesante y curiosa antología poética de Miguel Munárriz Poesía para los que leen prosa, además de acercarnos a los poemas que más les gustan a Pastora Vega, Leonor Watling, Mercedes Milá o Carmen Alborch, se recupera un poema satírico de Juaristi que nos hace añorar un humor perdido. Sirvan como ejemplo unos fragmentos poéticos: "... qué fue de aquella chica pelirroja / con quien ligué en Jarandilla, / como siguen mis viejos, si padezco / todavía del hígado y si he visto a la alegre cuadrilla del Pecé... Te confieso que añoro aquellos mares de vermú, / aunque el agua es sanísima. Vicente, /antiguo responsable de mi célula, / es viceconsejero de Comercio/ por el Partido Popular, y, claro, / se mueve en otros medios...". En fin, otros medios, otros tiempos, otros humores. Por cierto, ¿quién será Vicente? ¿La pelirroja no sería Rosa Regás? No creo.
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