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Columna
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Calle Caballeros

Una ciudad no se llega a conocer bien hasta que no se ama a uno de sus habitantes, como sin duda saben todos los enamorados de Justine, aquella mujer misteriosa que Lawrence Durrell iba persiguiendo por las calles de Alejandría en busca de algo que no podía captar y que tal vez no fuese otra cosa que la fascinación del deseo. Ninguna otra novela ha conseguido reflejar con tanta intensidad esa sugestión que acaba convirtiendo un determinado lugar, con sus esquinas y sus laberintos y sus olores, en una alegoría de la persona amada. Todos hemos vagado solos alguna vez por una ciudad que conocimos a través de otra persona, tratando de reconstruir su plano a través de la memoria de ese amor perdido: el bullicio de una plaza, el nombre de un café, una callejuela muy empinada que igual que entonces nos deja sin aliento... Es así como un lugar llega a convertirse en un mundo. Todo adquiere un significado especial, cualquier hoja de periódico que el viento arrastra por la acera, cualquier rostro, un pequeño enigma acechando en cada esquina, una especie de pálpito que en un momento dado puede detener el sueño o hacer que subsista, exactamente igual que sucede en el amor.

Pero lo mismo puede ocurrir con una novela. Lo primero que yo conocí de Valencia fue la calle del Trinquete de Caballeros hace ya bastantes años, antes de haber estado nunca en la ciudad ni de imaginar siquiera que acabaría viviendo aquí. En esa calle había, si mal no recuerdo, una pensión con un cuarto de paredes encaladas sin más muebles que un reclinatorio y un palanganero con jofaina de peltre, donde se hospedaba en 1937 una bailarina rusa, llamada Vera, enamorada de un combatiente de las Brigadas Internacionales que estaba reponiéndose de sus heridas en el hospital de campaña levantado junto a la playa de Benicàssim. Me acuerdo también del cielo traspasado por luces de reflectores que se entrecruzaban, proyectándose sobre los aleros y los campanarios del barrio del Carmen, y de los estampidos en serie, separados por brevísimas pausas, del fuego de la defensa antiaérea. Me parece que había también un teatro. Era un teatro viejo de tablones crujientes y muy cerca se hallaba la trastienda de una taberna de cuyas paredes colgaba un cartel de la FAI junto a un anuncio del jabón Heno de Pravia.

En mi imaginación el aura de esta ciudad estaba coronada por el olor a salitre y por los viñedos de Benicàssim, donde Paul Robenson, aquel gran gigante negro, elevaba su voz atronadora, mientras el estribillo de La Internacional era coreado en más de 12 idiomas por cientos de heridos de distintas nacionalidades bajo un cielo encapotado donde no había más estrellas que una grande y roja, de tres puntas, que adornaba el escenario. Todos estos recuerdos los viví sin moverme de un viejo sillón de estopa en la biblioteca de casa, leyendo La consagración de la primavera, del escritor cubano Alejo Carpentier, padre del realismo maravilloso -no mágico- del que este año se celebra el centenario.

Y es que una ciudad bien novelada acaba dejando una impresión tan honda como si en ese espacio hubiéramos vivido un amor muy intenso. Todavía hoy cuando salgo a tomar una copa por El Carmen y percibo un olor específico o veo un macetero con flores en un balcón, me viene el eco de aquella ciudad abierta que fue el último territorio libre, cuando Valencia era la capital de la República y Madrid era sólo Madrid, el corazón de la resistencia.

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