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Columna
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Asombrosa justicia

Soledad Gallego-Díaz

El tiempo es un gran maestro, pero termina por matar a todos sus discípulos. La justicia parece ir por ese mismo camino. Seis años después de que un anestesista, Juan Maeso, infectara de hepatitis C, probablemente, a un número bastante elevado de pacientes, la causa sigue tranquilamente abierta. La última novedad es que el presidente de la Sección Segunda de la Audiencia de Valencia, a la que corresponde enjuiciar el caso, formó parte antes de otra Sección que se encargó de ver algunos recursos presentados por la defensa del médico. Ahora está "contaminado" y no se puede hacer nada, ni tomar decisión alguna sobre los trámites pendientes, hasta que el presidente de la Audiencia nombre a un sustituto, quien tendrá que volver a estudiar el caso desde el principio. Para cuando llegue al Supremo es posible, incluso, que hayan pasado otros tantos años. Y por supuesto, el Supremo, ese otro gran maestro, necesita también su tiempo.

Todo es muy lógico y afecta a las garantías del procesado. El problema es que la justicia española parece absolutamente incapaz de garantizar al mismo tiempo los derechos de las víctimas, que no son culpables de nada, ni de los recursos del doctor Maeso ni de los ascensos del señor juez. Cada vez abundan más los casos en los que la justicia lo hace todo bien con el sorprendente resultado de ciudadanos inocentes y víctimas absolutamente perjudicadas.

El 17 de septiembre de 2003, la comisión disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) decidió abrir expediente al magistrado de Barcelona Gonzalo de Dios por falta grave supuestamente cometida al desatender las once denuncias que había presentado Ana María Fábregas contra su ex marido, Pedro Martínez, a lo largo de un año, por malos tratos y amenazas de muerte. Ana María había sido asesinada a martillazos el 10 de junio anterior. El informe previo elaborado por una inspectora constataba "la pasividad" del magistrado. El juez encargado de instruir el expediente consideró, por el contrario, que no existía responsabilidad alguna. A día de hoy, el Poder Judicial sigue indagando y casi un año después de la muerte de Ana María no sabemos nada en concreto.

Claro que ya existe una cierta experiencia y sabemos que el CGPJ suele tardar algo más. Por ejemplo, en el caso de la juez de Alcobendas María del Carmen Iglesias tardó casi dos años (de 1999 a 2001) en fijar una sanción por retraso injustificado en la tramitación de las denuncias de la joven Mar Herrero contra su ex novio. Mar fue finalmente asesinada. La sanción a la juez fue de 1.200 euros.

Todo esto viene a cuento del último caso de una mujer, y sus dos hijos, asesinados por su ex marido, pese a tener una orden de alejamiento. Según el presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, José Luis de la Rúa, este es otro de los casos en los que "se han hecho las cosas bien". De acuerdo con su esclarecido análisis, "se actuó correctamente" en todas las diligencias, conforme marca la legislación. Claro que ante la evidencia de que los muertos están muertos, el presidente del TSJ añade: "Aunque después, las situaciones que puedan darse se dan" (?). Cualquiera diría que Jenny Lara Castillo y sus dos hijos murieron de un derrame cerebral o de un mal gesto de la naturaleza, quizás un rayo caído del cielo. El problema es que no se murieron, sino que les mataron. Eso sí, habiendo hecho la justicia las cosas muy bien.

El Consejo General del Poder Judicial suele quejarse del poco esfuerzo que hacen los medios de comunicación por mejorar la imagen de la judicatura. Es comprensible esa preocupación, pero, a la vista de lo que sucede, quizás estaría mejor empleada no tanto en mejorar su imagen como en mejorar su trabajo. Y sobre todo en evitar que algunos jueces padezcan la insoportable manía de considerar que todo lo hacen bien y que no son responsables de nada de lo que sucede ante su limpia y reglamentada mirada. En todo caso, la culpa será de una mala actuación policial.

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No se trata de dudar de su imparcialidad. Por supuesto que los jueces y el sistema son imparciales. El problema es que esa imparcialidad no nos sirve de mucho a los ciudadanos cuando va acompañada de una escandalosa ineficacia y lentitud. solg@elpais.es

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