El envés de Julio González
Si no fuera porque, como dice el proverbio, "la veteranía es un grado", no saldríamos de nuestro asombro ante lo que se exhibe en la galería Elvira González, de Madrid: ¡95 obras de los hermanos Joan (Barcelona, 1868-1908) y Julio González (Barcelona, 1876-París, 1942)! Y aún se podría decir más al respecto, porque, en este copioso conjunto, son 78 las que pertenecen a Julio González, que no en balde es legítimamente considerado como uno de los mejores escultores del siglo XX, aunque su epifanía artística personal tuviera un aliento tardío, con lo que realizó durante los tres últimos lustros de su vida en hierro, tras su fecundo encuentro con el Picasso de la segunda mitad de la década de 1920. Antes, no obstante, de cualquier comentario, hay que informar que, entre lo que ahora se presenta en la muestra madrileña, nos encontramos con 17 dibujos, fechados casi todos, salvo un par, a partir de 1900, de Joan González, prematuramente muerto con apenas 40 años, mientras que de Julio González son 51 los dibujos y 27 las esculturas, en este caso, de una cronología más extendida, aunque el grueso pertenezca a su muy interesante etapa final.
JULIO GONZÁLEZ
Galería Elvira González
General Castaños, 3. Madrid
Hasta el 2 de junio
Hay que señalar, en primer lugar, que la presencia de Joan González no está aquí sólo a título testimonial, porque sus dibujos finales revelan una muy interesante transición del modernismo al noucentisme catalán. Lo que cabría esperar de la evolución de Joan, trágicamente truncada, nos queda palmariamente demostrado en la de Julio González, el cual, como antes se indicó, dio lo mejor de sí tras cumplir 50 años. Instalado en París, como Picasso, desde comienzos de 1900, la aparente "tardanza" de Julio González para encontrar su mejor orientación sólo puede sorprender a un profano que ignore cómo la creación artística, alimentada por la experiencia existencial, suele madurar, por regla general, en el tramo último de la vida, dando entonces su fruto más excelente. Pero no me refiero a la obviedad de que, en efecto, las obras de sus últimos quince años sean mejores, sino a que éstas se articulan y "florecen" a partir de lo que potencialmente ya estaban sugiriendo su dilatado periodo precedente. En este sentido, es emocionante comprobar cómo, en los dibujos y pasteles de figuras, y hasta en algunas esculturas, a partir de 1910, se apuntan, a veces de una manera dramáticamente agónica, los rotundos trazos de la espléndida madurez de Julio González, con lo que nos percatamos de la muy artificiosa separación académica que se establece entre la primera y la segunda etapa del genial artista catalán.
No es ésta, siendo desde lue-
go importante, la única lección que cabe extraer de la presente exposición, porque, en ella, también se disipa bastante el malentendido, o, quizá, el prejuicio de la crítica anglosajona acerca del "pecado" de "figurativismo humanista" de Julio González, acusado de llegar a la abstracción sólo a partir de una depuración estilizada de modelos reales; o sea: de ser "falso abstracto" o de abordar la forma pura con las muletas de una visión tradicional de la realidad. No es éste el lugar para ahondar en esta apasionante cuestión, que ha pesado como una losa sobre casi todos los vanguardistas históricos españoles, incluido Picasso, pero quiero, al menos, dejarla aquí planteada, por cuanto, a través de la obra exhibida, entre la que, no pocas veces, podemos contemplar conjuntamente los dibujos y bocetos junto al resultado escultórico final, se nos muestran los auténticos entresijos del proceso creador de Julio González, que, en ningún caso, es tan simple como había supuesto esta corriente crítica formalista hoy en creciente declinación.
Por último, aunque todas las esculturas de la presente exposición son bronces, cuya fundición en algún caso es de tan soberbia calidad que puede engañar de entrada, no puede pasarse por alto la presencia de algunas piezas soberbias, como La grande trompette (circa 1932-1933), Tête longue tige (circa 1932-1933), La chevelure (circa 1934), Femme assise I (1935), Le pied (circa 1934-1936), Main couchée (circa 1937) y, en fin, el conjunto de cabezas femeninas del ecuador de la década de 1930. En cuanto a los dibujos, es tan amplio, variado y enjundioso el material presentado, que debo renunciar incluso a la simple mención de lo sobresaliente.
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