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Columna
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La moral en eco

Aún se discute sobre lo que pudo influir en el resultado de las elecciones la matanza de Atocha, otorgándole así un estatus similar al de un deus ex machina, al de un acontecer extemporáneo que nada tuviera que ver con la realidad en la que vivíamos y que ayudábamos a conformar. La discusión es falaz, pero parece que de ella dependiera la legitimidad, o la autenticidad, de los resultados que ofrecieron las urnas. Restemos la catástrofe, y eso nos daría la verdad de lo que hubo de ser. Y esta actitud, tendente a considerar lo ocurrido el 11-M como un acontecimiento extraño, es una prueba evidente de que todavía no hemos descendido del limbo en el que vivíamos. La realidad nos abordó, aunque da la impresión de que aún nos cuesta reconocerla. Pues si ese acontecimiento atroz influyó en los resultados, lo hizo porque formaba parte de la realidad, porque era un hecho previsible. Quien no quiso verlo de esa forma, pagó las consecuencias de su ceguera.

La actuación del Gobierno los días posteriores a la matanza constituyó, precisamente, un esfuerzo para convertir en previsible el acontecimiento. Si hubiera sido ETA, aunque eso no hubiera modificado en nada las dimensiones del horror, la tragedia habría encajado dentro del ámbito de realidad que viene definido por la actuación política. Era previsible, el Gobierno estaba en ello y no cabría achacarle en consecuencia responsabilidades mayores. La dimensión, pero sólo la dimensión, monstruosa de lo ocurrido le atribuiría esa cualidad más allá de lo humano propia de las catástrofes naturales o de la maldad inasumible. ¿Por qué, sin embargo, la matanza del 11-M no fue percibida por la mayoría de los ciudadanos como algo equivalente a una catástrofe natural, libre, por lo tanto, de ser atribuible a responsabilidades humanas? Sencillamente, porque le hizo despertar a una realidad que consideró que le había sido escamoteada, y que lo había sido además para justificar una política.

A ese despertar algunos le llaman cobardía, pero sería más justo considerarlo como una reprobación de una línea de actuación cuyas debilidades eran puestas en evidencia por la catástrofe misma. Cierto que ésta no fue una consecuencia necesaria de la política exterior del anterior Gobierno y que podría haber ocurrido igual en otras circunstancias, pero el error político residía en haber minimizado su posibilidad, en haber vuelto casi imprevisible lo que ahora se reconoce previsible bajo cualquier circunstancia. El agravante está en la sospecha de que se hubiera actuado así para dar cobertura a decisiones políticas impopulares.

La ciudadanía española no apoya la decisión de Zapatero de retirar las tropas de Irak por desistimiento (Aznar). No hay un cambio sustancial en la opinión pública española después del 11-M, de ahí que resulte malévolamente interesado tratar de convertir a Al Qaeda en árbitro de las decisiones e intereses de los españoles. Según este criterio, el necesario cambio de opinión de los españoles para no coincidir con los supuestos intereses de Al Qaeda respondería a una exigencia moral. Es curioso que se parta de la irrelevancia de la participación española en Irak como causa posible del criminal atentado, para a continuación establecer una relación de causa-efecto entre ambos hechos cuando se trata de requerir una determinada actitud política a los ciudadanos. Lo que en realidad se pretende es fijar un absoluto moral cuya voluntad sería incuestionable: habría que hacer justo lo contrario de lo que desea el Mal, con lo que caemos en la anomalía de hacer que sea aquél quien fije los caminos de la virtud.

Recuerdo que hace unos años ETA cometió un atentado en Tolosa durante el carnaval. Ante la conveniencia de suspender las fiestas, se arguyó que eso sería hacer justo lo que ETA quería y las fiestas continuaron. De esa forma, ETA no consiguió alterar la vida cotidiana, pero sí consiguió alterar la virtud cotidiana o exigible. Ignoro si era esto último lo que ETA pretendía de verdad: la real o aparente indiferencia moral. Fuera cual fuese su propósito, lo cierto es que ETA consiguió que la ciudadanía adoptara sus decisiones en función de las intenciones que se le atribuían. Ante el Mal sólo cabe una opción moral, el rechazo, y éste debe afectar también a sus supuestos criterios e intereses. A partir de ahí, es a la política a la que compete arbitrar los medios más adecuados para acabar con él. Y es desde esa perspectiva, desde la conveniencia o inconveniencia de los medios utilizados, como se debió afrontar la participación española en Irak y como debe ser considerada la retirada de las tropas.

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