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Al recién llegado

Imagine el lector que tiene ante sí a un súbdito de uno cualquiera de los países que pasan a ser copropietarios de la casa común europea. Espera consejo de quien lleva casi veinte años en ella. ¿Qué le dirá?

Lo primero que preguntará el recién llegado es si, como consecuencia del ingreso en la UE, su país será más rico en los años que vienen. No deberá el lector dar muchas vueltas para llegar a una respuesta afirmativa: el recién llegado acaba de ingresar en el club de los países del planeta que han perseguido el enriquecimiento con más éxito, y no tiene por qué pensar que él vaya a ser menos. El éxito se debe quizá a que hayamos puesto en hacernos ricos más empeño que nadie; es posible que la prosperidad material se esté logrando a costa de otras cosas, quién sabe si más importantes; de lo que no cabe duda es que somos hoy mucho más ricos que en el pasado reciente, y eso es lo que quiere saber nuestro interlocutor; no parece éste el momento de sugerirle que el dinero tal vez no dé la felicidad.

El recién llegado no se contentará con esto: preguntará tambien si puede esperar que su nivel de vida vaya acercándose al de los países más ricos de la Unión; si puede dar por descontado eso que llamamos convergencia. El lector puede optar por recordarle, con ese celo moral con que los ricos nos dirigimos tan a menudo a los pobres, que ése no es asunto suyo; que no tiene por qué comparar su situación a la de los demás; que no está bien ser envidioso. O puede contestar la pregunta, naturalmente con una afirmativa. Recuerde cómo ha acortado distancias nuestro país: en 1960, el ingreso por habitante de España era inferior al sesenta por ciento de la media europea; hoy está en torno al ochenta. Todo parece indicar que algo parecido sucederá con nuestros nuevos socios. Es cierto que la respuesta podría ser distinta si la pregunta viniera de algún país africano: porque algunos países están hoy más lejos del promedio de lo que estuvieron en el pasado; pero, sean cuales sean las causas de esa divergencia, es casi seguro que no se aplican a los nuevos socios de la Unión Europea.

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Hay razones para pensar, con todo, que la convergencia de estos nuevos socios será más lenta de lo que fue la nuestra. Haciendo memoria, el lector recordará que la convergencia de nuestra renta por habitante fue más rápida entre 1960 y 1975 que después: el ochenta por ciento de la media comunitaria ya lo habíamos alcanzado en 1975; aunque hemos seguido prosperando desde nuestro ingreso en la CEE, apenas si hemos seguido acortando distancias desde entonces. ¿Por qué? Porque salimos de nuestro aislamiento, hacia 1960, en un momento en que nuestros vecinos europeos estaban creciendo al cinco por ciento anual; y, gracias al acuerdo comercial de 1970, seguimos disfrutando de un acceso preferente a ese mercado en crecimiento. Las circunstancias actuales no son las mismas, ya que, por razones que no acabamos de entender, nadie parece esperar que Europa siga creciendo a ese ritmo en el futuro inmediato, de manera que nuestros nuevos socios no recibirán con la misma intensidad que nosotros el impulso venido del exterior.

Recordar que los mayores beneficios de nuestro acercamiento a la CEE nos los dio el acceso a un mercado en rápido crecimiento quizá contribuya a que el recién llegado deje de concentrar su atención en un fuego fatuo: las ayudas comunitarias. El recién llegado no debe esperar milagros de la política agrícola común: ésta ha logrado con creces uno de sus objetivos iniciales -la autosuficiencia alimentaria de Europa- y está fracasando en otro, el mantenimiento del mundo rural; las críticas de que es objeto -justificadas unas, y otras no- llevarán, casi con seguridad, a reducir su alcance, no a ampliarlo; de manera que al recién llegado le tocará menos de lo que nos tocó a nosotros, que no recibimos nunca tanto como los que ya estaban cuando llegamos. Lo mismo ocurrirá con los fondos estructurales y de cohesión: así que agradezca el recién llegado los que le den, y no empeñe su capital político en pedir más, porque no los habrá. Consuélese pensando en que esos fondos se emplean, muy a menudo, en cosas que no mejoran en nada la capacidad productiva del país de destino, mientras que ocupan en exceso -aunque quizá sea eso una ventaja- la atención de nuestros políticos. En pocas palabras: no nos imite a nosotros en esto.

La convergencia del recién llegado puede ser más lenta de lo que fue la nuestra por otra razón: si nosotros pudimos disfrutar durante bastante tiempo de la ventaja que nos otorgaban unos costes laborales más bajos que los de nuestros vecinos, es muy probable que nuestros nuevos socios sientan ya desde ahora los efectos de la entrada en la escena económica mundial de China y la India, que no contaban hace cuarenta años. En ambos países, el diferencial de costes laborales no sólo es mayor de lo que era en nuestro caso, sino que promete ser mucho más duradero: las reservas de mano de obra que acumula el sector rural en ambos países son tan grandes que puede pasar mucho tiempo antes de que sus salarios empiecen a subir por encima de los aumentos de productividad. No es por casualidad que los empresarios que tienen instalaciones en Europa del Este están ya buscando nuevas fábricas en China. Los recién llegados dispondrán, para espabilar, de menos tiempo que nosotros: mirando al mundo en su conjunto, están mucho más cerca de nosotros que de los dos grandes países asiáticos.

Ya que, en cierto modo, estamos en el mismo barco, puede que el recién llegado pregunte qué tenemos pensado hacer para mantener nuestro lugar bajo el sol. A fuer de sincero, el lector habrá de admitir que no tiene una respuesta precisa. Hablará quizá de las industrias de alta tecnología; pero no deje de recordar que éstas crean a menudo unos pocos trabajos muy buenos -que no están al alcance de todos los talentos- y otros muchos de peor calidad y menor sueldo que los que vienen a sustituir: por cada diseñador de sistemas expertos hay miles de operadores de call centers. Tambien hablará -¡cómo no!- de inversiones en educación e investigación; pero aborde este asunto con prudencia, por dos razones: la primera es que la calidad del sistema educativo del recién llegado es posiblemente mejor de lo que era la nuestra en los años sesenta. La segunda es que no basta con mejorar la calidad del llamado capital humano; una vez constituido ese capital, hay que saber y querer aprovecharlo para que no se deteriore, o se vaya a otra parte. A lo mejor sospecha el lector, como yo, que hemos tenido más éxito en lo primero que en lo segundo: que, una vez formada nuestra gente, no sabemos qué hacer con ella. Si esto es así, quizá debería recomendar al recién llegado una excursión por Irlanda.

Si el lector ha sabido ganarse la confianza del recién llegado, éste le preguntará por lo que más le interesa: lo que va a pasarle a él; porque ya sabe que en todo proceso de integración hay ganadores y perdedores, aunque éstos tiendan a ser los menos, y aunque su pérdida pueda ser sólo transitoria. Ahí deberá refugiarse el lector en generalidades, que no repetiré por no cansarle. Eso sí, podrá recordarle que en la base de la construcción europea están los principios de los hoy tan denigrados artífices del milagro alemán: estimular la competencia, pero asegurándose que nadie queda desvalido. Esta economía social de mercado es uno de nuestros grandes inventos, aunque necesite retoques el Estado de bienestar a que ha dado lugar. Como el suyo debe estar por hacer, puede el lector recomendarle prudencia, ya que en esto de la protección social es mucho más fácil añadir que quitar; que no se deje, pues, imponer desde Bruselas una política social que no va a poder sostener.

Quizá piense el lector que con todo esto va a desanimar al recién llegado. No lo crea: por una parte, éste acaba de salir de un régimen espantoso, aún comparado con lo que era el nuestro hace cuarenta años. Por otra, el lector no ha hecho más que decir algo que todos sabemos: que la economía de mercado proporciona prosperidad a cambio de riesgos e incertidumbres; y debe recordarle que, si bien su ingreso en la Unión no va a darle tanto dinero como quizá le habían prometido sus políticos, le ayudará a crear esos intangibles -seguridad jurídica, mercados eficientes, confianza en los inversores- que están en la base de esa prosperidad. Por último, el lector deberá insistir en que el recién llegado no debe hacer su cálculo de costes y beneficios en términos puramente económicos. La Unión Europea no nació para ser un buen negocio (ni para ser como los Estados Unidos), sino para que sus ciudadanos pudieran convivir en paz; eso se está logrando, y el que no haya sido un mal negocio viene, en cierto modo, por añadidura.

El lector terminará, sin duda, su discurso dando una calurosa bienvenida al recién llegado, y deseándole suerte.

Alfredo Pastor es profesor del IESE y decano de la CEIBS de Shanghai.

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