Esquerra en la corte
Comencemos por echar mano de la moviola: en marzo de 1979, Heribert Barrera votó contra la primera investidura constitucional de Adolfo Suárez; en febrero de 1981, Josep Pi-Sunyer hizo lo mismo contra Leopoldo Calvo Sotelo; y, en diciembre de 1982, Francesc Vicens también negó su apoyo a la elección de Felipe González como presidente del Gobierno; tras dos legislaturas en las que Esquerra Republicana estuvo ausente del Congreso de los Diputados, el voto de su nueva representante Pilar Rahola fue contrario a la última investidura del presidente González, la de julio de 1993, y contrario a la primera de José María Aznar en mayo de 1996; cuando éste volvió a postularse para la jefatura del Ejecutivo, en abril de 2000, tuvo de nuevo la oposición de ERC, esta vez personificada en el diputado Joan Puigcercós.
Ha sido, pues, una tradición de cinco lustros la que Esquerra rompió la pasada semana al dar el apoyo -esta vez decisivo- de sus ocho escaños a la investidura en primera vuelta de José Luis Rodríguez Zapatero. ¿Y cuáles son los factores que explican tan histórico quiebro, además del ya proverbial buen talante del candidato a La Moncloa? Desde luego, no sería la promesa de oficialidad del catalán en Europa porque, si lo escuché bien, a lo único que el presidenciable socialista se comprometió fue a traducir al catalán la todavía non nata Constitución europea... No, lo que de veras ha cambiado en este caso no es tanto el PSOE (o, si lo ha hecho, entonces José Bono no es del PSOE) como el papel, la posición, los intereses y las obligaciones de Esquerra Republicana. Esto sí ha cambiado, y de un modo espectacular, en pocos meses: de la representación unipersonal a los ocho diputados, de las tinieblas del Grupo Mixto a la visibilidad y el peso del grupo propio, de martillo opositor a fuerza de gobierno en Cataluña... Resumiendo: ERC ha hecho el salto definitivo desde el testimonialismo hasta la política real.
El testimonialismo es muy duro, muy sacrificado, pero supone algunas compensaciones: quienes lo ejercen pueden dárselas de puros, de integérrimos en materia de principios, y sentirse moralmente superiores a aquellos que manejan el poder, y enrolarse en todas las protestas y enarbolar todas las reivindicaciones. La política real, en cambio, es inseparable de la transigencia, del posibilismo, del compromiso, de la ambigüedad, de la toma de decisiones sectorial o localmente impopulares, de la deglución forzosa de algunos sapos... Pues bien, opino que la insólita confianza otorgada por Esquerra a Rodríguez Zapatero se adscribe a este segundo terreno; hubiera sido chocante cogobernar con el PSC en la Generalitat y no asistir al PSOE en las Cortes, y peligroso indisponer a los ministerios centrales con respecto a las consejerías catalanas en manos de ERC, y además, el discurso del presidenciable contenía algunos acentos girondinos que vale la pena explorar, y es preciso darle un margen de confianza... O sea -y que el Olimpo progresista me perdone lo que voy a decir-, más o menos la misma clase de razonamientos que movieron a Convergència i Unió durante un cuarto de siglo.
Nadie crea que, al apuntar un principio de analogía entre el nuevo papel de Esquerra en la política española y el que desempeñó hasta hace bien poco CiU, pretendo desmerecer o criticar a los republicanos. Es todo lo contrario. Lo que afirmo es que ciertas actuaciones políticas no dependen de la naturaleza ni del programa del grupo que las ejecuta, sino más bien de su posición, de su función, de su papel objetivo en el escenario. Siendo gobierno en Cataluña, ocupando un determinado espacio social y electoral, los convergentes trataron con mejor o peor fortuna de ser decisivos o influyentes en Madrid. Tras haberles reemplazado parcialmente en la Generalitat y sustituido ante una buena porción de votantes, ¿no es lógico que los republicanos comiencen a pujolear en la Villa y Corte?
Pero la lógica, la inexorable tentación de ERC de intervenir, de meter baza, de proyectarse en la política estatal no se ha manifestado sólo en el debate de investidura, sino también en el planteamiento que el partido hace de las próximas elecciones europeas. Por una parte, se jubila al eurodiputado saliente, Miquel Mayol -la Catalunya Nord es un espacio mítico, ideal para la Universidad de Prada y otras expansiones sentimentales, pero donde no se cosechan votos útiles-, reemplazado por el ibicenco Bernat Joan Marí, no en vano las Baleares o el País Valenciano sí ofrecen a Esquerra un amplísimo margen de crecimiento. Por otra parte, se articula una novedosa coalición electoral que, lejos de limitarse al viejo y afín socio vasco (Eusko Alkartasuna), engloba al Partido Socialista de Andalucía del díscolo Pedro Pacheco -no hay que confundirlo con el Partido Andalucista-, a la Chunta Aragonesista de José Antonio Labordeta, e incluso a Izquierda Republicana, el españolísimo e histórico partido fundado en 1934 por don Manuel Azaña. Toutes distances gardées tanto en presupuesto como en ambiciones, ¿no recuerda este esquema al de la Operación Reformista u Operación Roca de 1986? ¿No late ahí el mismo afán de un partido nacionalista catalán emergente por buscar sintonías, por hallar complicidades al otro lado del Ebro o, en el peor de los casos, por rentabilizar dentro de Cataluña -como le sucedió a CiU en 1986- el esfuerzo de apertura hacia España?
El problema, en todo caso, reside en saber si el mapa político-electoral catalán puede dar cabida a dos opciones (ERC y CiU) compitiendo en nacionalismo pragmático, en capacidad de lobbying y en influencia sobre el Gobierno central. Averiguarlo será una de las cuestiones más apasionantes del próximo cuatrienio.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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