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Amar o ser amado

Manuel Cruz

El último capítulo del libro de André Breton El amor loco está dedicado a su hija Aube y termina así: "Te deseo que seas amada locamente". Confieso que me embargó un profundo estupor al leer la frase. ¿Tan importante es ser amado? ¿No habría sido más propio que el fundador del surrealismo hubiera deseado que su hija protagonizara de manera activa esa pasión, amando ella locamente? Porque, ¿de qué sirve ser amado si uno no es capaz de amar?

Lo que más me importa ahora no es el asunto, siempre complicado, de la reciprocidad. Desde luego que si alguien me lo planteara en términos de disyuntiva entre amar o ser amado, para mí la respuesta no ofrece dudas: lo verdaderamente importante es amar. Porque el amor constituye una de las experiencias más radicalmente humanas, en la que los individuos, al margen de las cotas de felicidad o de dolor que puedan alcanzar, obtienen un conocimiento de sí y de los otros imposible de obtener por otros medios. He dejado abierta la cuestión de que el amor pueda proporcionar felicidad o dolor precisamente porque no creo en absoluto que la reciprocidad represente una condición de posibilidad del amor en cuanto tal.

Lo que desde fuera puede ser visto como generosidad o desprendimiento representa en realidad una dimensión constituyente del amor. El amor no reclama para sí como requisito previo el ser correspondido. El que ama bajo ningún concepto le dice al amado o amadaa: "Mira lo que he hecho por ti", porque no hace depender su amor de la respuesta. Quizá la cosa quede más clara sirviéndonos como ejemplo del gesto de regalar. Por decirlo con pocas palabras, al que ama lo que le ilusiona es regalar, no que le regalen. Cuando alguien regala de verdad, está pensando en la alegría del otro. El qué se regala está al servicio del quién. Mientras que, cuando uno espera un regalo, lo que le importa es recibir ese objeto en particular, con independencia de quién sea el que se lo entregue. Le importa el qué, no el quién.

Tal vez el ejemplo pudiera servir también como criterio para distinguir entre el amor en sentido fuerte y otros registros que a veces se reclaman, ilegítimamente, del mismo término. Un caso muy claro de esto es el amor a sí mismo, que en tantas ocasiones se escuda tras el otro para no mostrar su auténtica faz. En su Historias del señor Keuner, Bertolt Brecht pone en boca del protagonista el siguiente comentario a propósito de la noticia de que la actriz Z se hubiera dado muerte por un amor desdichado: "Se suicidó por amor a sí misma. En cualquier caso, no pudo haber amado a X. No le hubiera hecho algo así. El amor es el deseo de dar algo, no de recibirlo.

El deseo desmesurado de ser amado poco tiene que ver con el amor". No hay aquí, en realidad, amor hacia el otro: lo que hay es amor a uno mismo por persona interpuesta.

No quisiera que esta última afirmación, de pretensiones descriptivas, fuera considerada como un juicio de valor que, habida cuenta de la connotación que aproxima el amor a sí mismo y el egoísmo, deslizara una descalificación encubierta. El reproche a esta variante engañosa de amor no es de orden moral, sino fundamentalmente gnoseológico. Al que ama, decíamos antes, se le revelan dimensiones del otro y de sí mismo que al resto se le escapan por completo. Aquellas apasionantes conversaciones con la persona amada, llenas de brillo y de relieve, devienen charla banal, superficial, plana, cuando se las evoca tiempo después, mediando ya la separación, comenta Walter Benjamin en su maravilloso Dirección única. No es un error de perspectiva, ni sería correcto negarle valor a lo que se recuerda. Aquella experiencia era verdad: el amor da vida a la vida, inyecta intensidad a cuanto nos ocurre estando con el otro.

Por eso, lo propio sería afirmar que, en comparación a quien ama, el egoísta no es malo:

es ignorante (y, por tanto, pobre) en la medida en que desconoce uno de los registros mayores del ser humano. En efecto, en su ignorancia, el egoísta se conforma con poco. Persevera en un registro menor, que no dudaría yo en calificar de inmaduro. Se conforma con esa apariencia de felicidad que tiene como figura emblemática al niño que se deja querer, que se relame, complacido, por las atenciones que su madre o su abuela le dispensan -especialmente por el tazón de chocolate caliente con galletas que le llevan a la cama- sin esperar nada a cambio, aceptando incluso que ni les dé las gracias. Poca pasión podrá conocer quien no está dispuesta a correr el riesgo de olvidarse, ni por un momento, de su propio yo, quien cifra su ideal de felicidad en ser objeto permanente de cuidado y mimo.

Frente a esta figura, la del que ama sí corre riesgos. Lo que significa, evidentemente, que nada le garantiza el éxito final. La gama de contrariedades que se puede sufrir por amar es muy amplia. Una de ellas, desde luego, es la de no ser amado. Pero hay más. Y ya que hasta aquí he hecho referencia reiterada al conocimiento, se me permitirá que concluya con un riesgo de carácter gnoseológico. Cuando se ama a una persona ("incluso cuando sólo se piensa intensamente en ella", llega a escribir Benjamin), su rostro aparece en todas partes, no hay libro en el que no se descubra su retrato, película en la que no se reconozca su perfil ni transeúnte que no nos la evoque. Esa persona se hace omnipresente, tiñe el mundo por entero con su evocación, coloreándolo con sus tonalidades personales. Pero, al propio tiempo, tanta presencia tiene como correlato necesario múltiples ausencias. El que declara "únicamente tengo ojos para..." está reconociendo, con esa misma afirmación, su ceguera para casi todo lo demás. Sí, ya sé, "el amor es ciego", reza el tópico. Pero no debiéramos plantear las cosas de tal forma que la opción a la que se nos abocara fuera la de tener que escoger entre ser ciego o quedarse tuerto. Acaso debiéramos aprender a amar de otra manera. No me pregunten más, por favor. Si supiera en qué puede consistir esa otra manera, tengan por seguro que se lo hubiera dicho.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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