Zaplanismo
El PP es un partido excesivamente controlado. Sus luchas internas nunca llegan a las bases; se dirimen en el seno de las estructuras de mando. Por eso, a veces, da la sensación de que los afiliados actúan como un ejército de figurantes dispuestos a aclamar cuanto se les propone, sea el nuevo líder o el sucesor designado a dedo como candidato. Es un comportamiento coherente con la recia mitificación del dirigente que ha impuesto Aznar en sus años de gloria. Los ecos de esa doctrina resuenan en las acusaciones de debilidad que Mariano Rajoy lanza desde la oposición, por su talante favorable al pacto y al diálogo, contra el nuevo presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, que ha llegado al Gobierno después de batirse democráticamente en un congreso del PSOE en el que no era favorito y de hacer de la pluralidad de España una bandera. La dureza se impuso a la moderación en el PP durante el aznarato, el alma conservadora, a la de centro. Incapaz de entender cuánto socavan también el liberalismo económico y la globalización los viejos valores del patriotismo, la confesionalidad, la disciplina, la familia y la moral burguesa, en una transformación social sin precedentes, el partido de la derecha (de la práctica totalidad de la derecha española) tiene que volver a sintonizar su imagen del mundo con la práctica política moderna, tan esquiva y compleja. Será un trabajo arduo. De ahí que surjan ya conflictos. Por ejemplo en el PP valenciano, donde la sucesión se quedó a medias y las contradicciones se agudizan. Eduardo Zaplana se resiste a ceder el control orgánico al presidente de la Generalitat, Francisco Camps, en una batalla que tiene perdida de antemano. Una batalla que se dirimirá, como tantas otras, dentro de una oligarquía partidaria a extramuros de la cual hace más frío que nunca. Especula Zaplana, un adicto al poder, con las componendas de la crisis. Sabe que la derrota abre al PP en España escenarios de incertidumbre en los que, a falta de otra legitimidad, el dominio territorial valdrá su peso en oro. Por eso, aunque el barco zozobre, no quiere amortizar su declinante liderazgo; no sin quemar antes los últimos cartuchos de una ambición casi insaciable.
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