Plumas y plumas
No existe viaje de cercanías de recorrido mas corto que el que va de la pluma al papel. Lo hago diariamente y no por ello deja de sorprenderme o incluso de sobresaltarme ese viaje cuyo único combustible es la tinta.
Reconozco que muchos escritores somos propensos al fetichismo de las estilográficas. No podemos pasar de largo por delante de un escaparate con plumas y otros instrumentos de escribir sin detenernos a mirarlos. Existe una atracción fatal, casi perversa. Y a menos que hagamos un esfuerzo sobrehumano acabamos entrando en la tienda donde se venden esas maravillas no tanto para comprar lo último (y no siempre lo mejor) como para indagar, olfatear y recrearnos observando todo eso.
A todo el mundo le gusta hablar de sus estilográficas. Siempre hay una historia que contar. Fue un regalo, una herencia, un hallazgo.
El otro día me vi de pronto en el interior de una tienda antigua y diminuta de plumas en la calle Periodista Azzati, cerca de la plaza del Ayuntamiento de Valencia. No quería entrar. Tenía prisas. Pero sucumbí. Cuando quise salir ya era demasiado tarde. El vendedor, un hombre llamado Miguel Vicente González, estaba acodado en su minúsculo mostrador (la tienda mide siete metros cuadrados) y una vez dentro era imposible salir si a tus espaldas hay otro cliente (mas de dos no caben), cegando la puerta. En realidad tal puerta no existe por falta de espacio, de tal forma que ha sido eliminada la barrera disuasoria entre las estilográficas y el posible comprador.
Miguel Vicente González es, con un par de vendedores de los que fui cliente en Londres y Washington, el hombre que más entiende de estilográficas. No hay que verle mas que las manos (sus dedos parecen remojados en un tintero) y oírle hablar de las plumas que vende, ha vendido y venderá. Y también de las que repara, como un relojero a la antigua, en la trastienda.
Este hombre empezó de niño, a los once años, a trabajar con su padre en una tienda muy parecida a ésta en la calle Pintor Sorolla, junto a un negocio de efectos militares donde se vendían gorras de plato, medallas, galones y sables para desfilar. Allí aprendió el oficio. A su padre le llamaban Conklin de apodo, que era la marca de una de las mejores plumas de la época que se fabricaba en Toledo (Ohio, EEUU) y de la que vendían los modelos 5.000 y 7.000, según la carga de tinta que llevaran. Con la cinco mil se podían escribir cinco mil palabras. Y con la otra, siete mil.
Los clientes llegan como un goteo incesante a esta tienda que se parece mucho a una habitación familiar. El dueño los conoce a casi todos. Traen viejas plumas que a lo mejor tuvieron olvidadas durante años en un cajón. Y el experto las pone bajo la lente de aumento, las estudia unos segundos, mira al cliente y dice: "Ningún problema, pasado mañana estará como nueva".
A todo el mundo le gusta hablar de sus plumas. Siempre hay una historia que contar. Fue un regalo, una herencia, un hallazgo en un rastrillo. Y González (66 años) los escucha. Lleva medio siglo escuchando estas historias que siempre le parecen interesantes. Es un entusiasta de las estilográficas, una especie de página web especializada.
Yo soy fiel a Pelikan. Él se declara un fan de Waterman. Hablamos de una y otra marca. Probamos una y otra. Las comparamos con Aurora. Con Shaffer. Con Parker. Con Montblanc. Y seguimos inamovibles en nuestras creencias.
Aquí mandaba el marqués de Montortal a su secretario a comprar o reparar sus aristocráticas plumas. "Era el único cliente que gastaba un punto de doble grueso, especial para firmar cheques, y lo hacía con tinta de la marca Signo porque no había de otra".
Ahora todo el mundo quiere marcas para todo, también para las estilográficas que se venden como joyas. Algunas lo son. Y aunque no las gasten, las llevan como si fueran relojes de oro. También quieren que funcionen con cartucho, como una pistola, cuando la auténtica pluma pide a gritos el émbolo, una carga directa, el tintero de buena rosca con el que puedes (y debes) viajar. La pluma es mas un trabuco que una metralleta.
En su Santuario de la Divina Pluma le conté a González lo que me ocurrió hace años. Mi venerable estilográfica desapareció de mi mesa un buen día. Hice el duelo escribiendo un quejumbroso relato en el que denunciaba el robo de aquella pluma y el pánico que su desaparición me había producido. ¿Y si quien me la arrebató se pone a escribir como yo, las mismas cosas que escribo yo, y me sustrae también la inspiración? Eso podría ser mi ruina. El artículo se publicó. A los pocos días recibí la llamada de un lector que deseaba conocerme. "Como usted yo soy otro fanático de las plumas y comprendo su total abatimiento", me dijo.
Nos citamos en un café. El tipo me miraba fijamente a los ojos y quiso conocer todos los detalles y circunstancias del robo. Parecía un policía. De pronto, espetó: "¿Por casualidad era su pluma una Montblanc gigante?" Me quedé helado. Saqué del bolsillo otra idéntica a la robada y entonces él soltó una carcajada: "¡Lo sabía! ¡Estaba seguro! Todos los que tienen una Montblanc necesitan tener una segunda Montblanc porque una de las dos está siempre en el taller...". Inmediatamente se identificó. Era el delegado de Parker en España. Y con cierta teatralidad, tendiéndome un estuche, dijo: "Le ruego que acepte esta Parker que le ayudará a olvidar a su ser querido".
Cuando terminé de contarle la anécdota al señor González, tomó instintivamente una Parker en sus manos: "Desde luego es una buena pluma, pero sobre todo aquel tipo era un gran vendedor..."
Es preciso creer en lo que uno vende tanto como en lo que uno escribe, pienso yo. Es preciso viajar con la pluma al papel creyendo que el papel desea recibir trazos de tinta, palabras que con el tiempo volveremos a encontrar en alguna carpeta, capaces de evocar incluso mejor que una fotografía situaciones, personas o emociones ya desdibujados
Cuando cargo mi estilográfica lo hago como si cargara una jeringuilla con la única droga que me va a salvar en vida, y quién sabe si después de ella. Cargo la pluma con cierto respeto y solemnidad. Se trata de algo simple, lo sé, pero es mucho lo que pongo en juego.
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