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Lugares de la memoria

Con velas encendidas y frases escritas en hojas de cuaderno o en las mismas paredes de las estaciones de El Pozo o Atocha ha querido la gente de Madrid acotar un espacio corriente de la estación para sacarle de la normalidad y convertirle en lugar de la memoria a las víctimas del 11-M. Los escritos son como cartas dirigidas, unas a los muertos y otras a los que vivimos, con un mismo mensaje: no os olvidaremos, no nos olvidaremos. Mientras el espacio simbólico de la memoria se empeña en no olvidar, aparecen sesudos estudios que ponen como plazo para la vuelta a la normalidad, es decir, para el olvido, doce meses. Los guardianes ya han empezado a desmontar discretamente el aura de la estación.

Todo juega contra la memoria. "Para vivir hay que olvidar", decía Nietzsche y repiten los terapeutas a sus pacientes traumatizados por el horror. Luego están las políticas de la memoria, orquestadas por los poderes, que dosifican adecuadamente el pasado a mayor honra y gloria de quien ahora manda. Sin olvidar que recordar a las víctimas tiene algo de contradictorio, pues el crimen extermina precisamente al sujeto interesado en defender la injusticia que se ha cometido con él. La víctima aparece así, al menos a primera vista, como objeto y no ya sujeto de la memoria. El daño que comete el asesino queda bien de manifiesto en la indefensión de la víctima, a la que sólo queda que otros la recuerden y de esta forma se plantee por delegación la defensa de la injusticia pasada y aún no saldada. Lo que hace de Auschwitz un crimen único no es la cantidad de víctimas cuanto el proyecto de olvido: no debía quedar ni rastro para que nadie pudiera recordarlo y, por tanto, nadie pudiera jamás pedir justicia.

Todo esto habla de la debilidad de la memoria y, por tanto, lleva a plantearnos la necesidad de crear una cultura de la memoria. La memoria moral nace de un sentimiento, pero exige una estrategia teórica e institucional para que no caduque en doce meses. En Francia, Italia o Alemania hay "lugares de la memoria" en los que se conserva el pasado, se le comunica a las nuevas generaciones y se reflexiona sobre su actualidad. En la Maison d'Izieu, por ejemplo, una granja en el sureste francés que fue durante el Gobierno de Vichy refugio para muchos niños judíos de toda Europa, hasta que Klaus Barbie decidió enviarles a Auschwitz, escolares de toda Europa pueden interiorizar sentados en los mismos bancos de aquellos otros niños lo que es capaz de hacer el hombre. Y en Berlín, en la misma calle que otrora fuera la sede de la Gestapo y de las SS, la Wilhelmstrasse, el viandante puede con sólo echar un vistazo hacer presente la topografía del terror gracias a una elocuente exposición abierta al público y a la calle.

Lugares de la memoria con este sentido histórico, pedagógico y de investigación no existen apenas en España. Sobran monumentos a los vencedores y faltan lugares que nos ayuden a comprender y mejorar el presente. Nuestros lugares de la memoria son de momento no-lugares, es decir, espacios sin señales externas que sólo subsisten en la memoria oculta de los allegados. Se impone, por tanto, la creación de una cultura de la memoria, más allá de toda intención partidista, nacionalista o electoralista, que debería atender al menos a las siguientes preocupaciones.

En primer lugar, que el pasado de las víctimas forma parte del presente. La realidad no es sólo lo que ha llegado a ser, lo presente. De la realidad forma parte toda una historia oculta, casi siempre dolorosa, que ha quedado en el camino. ¿Podemos pensar la democracia española sin los sueños de libertad que sembraron en la España republicana los Azaña, Besteiro, Machado y tanta gente que amó y murió por ella? El filósofo Theodor Adorno expresó con osadía esta valoración del pasado diciendo que "el sufrimiento es la condición de toda verdad". No dice de toda moralidad, sino de toda verdad, es decir, si queremos conocer la realidad de nuestro país y de nosotros mismos tenemos que escuchar esa historia oculta llena de pequeña gente desaparecida, ignorada o abandonada a su suerte, pero sobre cuyo sacrificio está construido nuestro bienestar. En esos lugares de la memoria nos esperan muchas facturas pendientes.

En segundo lugar, aceptar que de la misma historia hay dos lecturas diferentes. Lo que para unos es progreso, para otros es catástrofe. Pocas dudas debe de haber sobre este particular en tiempo de globalización. El precio holgado de nuestras prendas de vestir, según informaba recientemente Intermón, es una organización del trabajo en Singapur comparable a los viejos sistemas esclavistas. El mundo ha progresado en muchos aspectos y para muchos, pero los hay que han vivido bajo un estado de excepción... permanente. En esos lugares de la memoria se da cita una internacional de la opresión que saca de sus casillas al pensamiento políticamente correcto, ya sea en asuntos de política, de moral, de justicia o de derecho. En el funeral oficial por las víctimas del 11-M, Benjamín, un joven peruano herido, expresaba la distancia entre la lógica de la víctima y la de los demás con un "menos misa y más trabajo". El atentado pone al descubierto una situación de miseria que poco tiene que ver con la inseguridad que los mandatarios tratan de conjurar con un gesto ritual como la misa católica en la Almudena. La memoria está más cerca de las preocupaciones del trabajador peruano que de los cálculos de los organizadores del acto.

En tercer lugar, la importancia de los testigos. Son ellos, los supervivientes de los campos o de la guerra civil o de los atentados terroristas, los que pueden hablar de lo que el pensamiento no consiguió imaginar. El testimonio posee una autoridad irremplazable, de ahí la necesidad de recogerla y conservarla. Y, junto a la importancia del testimonio, la autoridad del silencio de los que no pueden hablar, ni siquiera a través de alguien que les recuerde. Ruth Klüger, una superviviente de Auschwitz y autora de Me niego a dar testimonio, se pregunta indignada por qué se magnifica el gesto de un cura polaco, el P. Kolbe, elevado a los altares por ofrecerse a morir en lugar de otro, y se pasa por alto el heroísmo de tantas madres que se fueron libremente a la fila donde estaban sus hijos sabiendo que ésa les llevaba directamente a las cámaras de gas. Los lugares de la memoria ponen sordina a nuestra escala de valores, a los héroes y santos consagrados, invitándonos a detenernos en la mayoría anónima que constituye la auténtica reserva de sentido de la humanidad, aunque no hagamos uso de ella. En Madrid, el protagonismo de la gente anónima se ha repetido.

Finalmente, una invitación a repensar la extensión de la responsabilidad. No sólo somos responsables de lo que hacemos, sino también del daño causado al hombre por el otro hombre. Esta ampliación de responsabilidades se explica por la naturaleza misma de la memoria moral. Recordar el pasado doloroso es reconocer la vigencia de la injusticia causada a la víctima, de ahí que la actitud de quien recuerda es la de escucha y atención al otro. Rabin y Arafat dieron buena muestra de esta responsabilidad universal cuando en los acuerdos de Washington se dijeron, tras darse la mano, que en adelante cada uno recordaría los sufrimientos que había padecido el otro pueblo y trataría ahora de hacerles justicia. Nada tiene que ver esa memoria con esas construcciones del pasado que sólo buscan apuntalar los intereses de los herederos. Una cosa es la memoria y otra el tradicionalismo o la invención del origen.

Todo ha comenzado con unas velas y unos mensajes, con un gesto popular que ha transformado un trozo de pasillo en lugar simbólico. Esta historia se está repitiendo en otros muchos espacios y a propósito de otras catástrofes. Habría que pensar en algunos lugares de la memoria en los que experiencias traumáticas como las causadas por el terrorismo o la guerra fueran rescatadas del olvido que fatalmente sobreviene a los doce meses, según los expertos, para ser, a lo sumo, pasto de la historia.

Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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