Rossini en Babilonia
Semíramis, la legendaria reina de Babilonia, capaz de asesinar a su esposo Ninos y mantenerse en su trono durante una cuarentena de años antes de abdicar en su hijo Ninias, fue un personaje muy querido por la ópera barroca del siglo XVIII. Los libretos escritos por sus dos oficiales poetas, el veneciano Apostolo Zeno y el romano Pietro Metastasio, codificaron esta inclinación que, directa o tangencialmente, dieron trabajo a multitud de compositores, desde Leonardo Vinci (un homónimo del artista todo terreno del Renacimiento) a Salieri. Antes de abrir caminos al romanticismo (La donna del lago, Guillaume Tell), con Gioachino Rossini culmina el barroco y, por ello, no ha de extrañar que su última obra italiana, antes de iniciar su triunfal aventura parisiense, esté basada en esta potente mujer babilónica. Porque le pareció, sin duda, una silueta canora ideal para el arte maduro de su ya esposa, la soprano española Isabel Colbran, hija de un músico de la corte y alumna del castrado Girolamo Crescentini. Semíramis, Semiramide, estrenada en el teatro de La Fenice de Venecia el 3 de febrero de 1823, con libreto del diligente Gaetano Rossi, es además la última heroína que Rossini facilitaría a la Colbran.
Semiramide, como la mayoría de la producción seria de Rossini, desaparece del repertorio con la llegada de sus sucesores y con los cambios de gusto del público. En los años sesenta del siglo pasado, Joan Sutherland y Richard Bonynge rescataron del olvido la partitura, aunque no dispusieran de los elementos vocales suficientes, sin tenores o bajos adecuados y únicamente con la inmensa Marilyn Horne capaz de reinventar a la contralto in travesti que define vocalmente a Arsace. Hoy las cosas han variado radicalmente. Pesaro y sus instituciones rossinianas aseguran las ediciones de las obras expurgadas de vicios y arbitrariedades, la preparación de los cantantes y directores y con el festival anual del mes de agosto se llevan a la práctica las anteriores teorías, dando nueva vitalidad a esta música, hoy en imparable desarrollo. De hecho, la producción de Semiramide, del suizo Dieter Kaegi, que el Teatro Real ofrece por estas fechas, ha sido estrenada en Pesaro el pasado agosto.
Con Semiramide Rossini
lleva a sus máximas posibilidades su personal estética, iniciada diez años antes con Tancredi, con texto también de Gaetano Rossi y estrenada igualmente en el mismo escenario veneciano. La obra se inicia con una obertura incluyendo su habitual y esperado crescendo, los personajes cuentan con sus correspondientes arias presentándose con una cavatina aquí únicamente Arsace -la página solista que sirve para darlos a conocer escénicamente- y van desarrollando sus inquietudes a través de varios dúos, que son cuatro a cual más deslumbrante, estructurando en tres las diferenciadas y rituales secciones. Y arias y dúos se dirigen irremediablemente hacia los finales de acto, sobre todo el primero, en el que todos los elementos vocales y orquestales, sumado el coro que también tiene su tarea en solitario o apoyando al solista, se juntan para levantar un gigantesco edificio sonoro. Todo un entramado que se hilvana por medio de una imaginativa y expresiva escritura de recitativos acompañados expresivamente por la orquesta. Un dato de cierta novedad que Rossini utiliza en Semiramide con mayor decisión que en anteriores ocasiones es lo que más adelante codificarán otros compositores como "motivo conductor": en la tan bien construida obertura se exponen melodías que luego reaparecerán en momentos posteriores, dando a la obra una inesperada coherencia y unidad. Un efecto que se refuerza con otras imprevistas alusiones melódicas a previas situaciones dramáticas, siendo un elocuente ejemplo la cita que se escucha en la orquesta durante el recitativo del dúo de Semiramide-Assur (número 8 de la partitura) cuando la protagonista se refiere a la ominosa aparición del fantasma de Nino, su asesinado cónyuge. De duración wagneriana (su obertura dura casi lo mismo que la de Tannhäuser), pero sin reiteraciones ni tiempos muertos, Semiramide entre tantas inagotables bellezas cuenta con un suculento terceto final y con una insólita escena de alucinaciones o de locura, protagonizada no por la soprano, sino por un personaje masculino, el de la cuerda opuesta de bajo, Assur. Se sitúa en la octava del acto II y es un momento, por la estructura, la fuerza de la situación y hasta por la materia cantable, que suena ya a verdiano, un Verdi de un fruto tan maduro como es el de Macbeth.
Semiramide necesita sobre todo cuatro cantantes de estatura y preparación: soprano, mezzocontralto, bajo y tenor, un tal Idreno, que pese a parecer metido a la fuerza dentro de la acción, cuenta con dos arias que explotan todas las posibilidades del registro tenoril. Aunque el canto más hedonístico domine el lenguaje musical de la ópera, se precisa también un soberano concertador, porque el entramado orquestal rossiniano es de un refinamiento y una elocuencia notables, requisitos que sin el menor titubeo asegurará desde el foso del Real con la autoridad necesaria Alberto Zedda, coeditor crítico de la partitura con Philip Gossett.
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