_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El trágala

Antón Costas

En la historia contemporánea de España ha existido un comportamiento político que ha tenido consecuencias dramáticas sobre nuestra vida colectiva a lo largo del siglo XIX y del XX. Se trata del trágala, una conducta política que no busca sólo el triunfo de las propuestas políticas propias, sino hacérselas tragar al adversario político. El termino trágala se refiere, en concreto, a una canción política muy conocida a principios del siglo XIX que comenzaba por esa palabra, en referencia a la Constitución, con que los liberales zaherían a los absolutistas partidarios de Fernando VII. Se trataba de que se tragasen la constitución liberal de la nación española, frente al patriotismo religioso de los absolutistas fernandinos. Pero esa conducta fue practicada también por los conservadores contra los liberales, en un ciclo político en que los periodos liberales se contaban por trienios y el de los conservadores por décadas. Así hasta al final del franquismo y el alumbramiento de la nueva Constitución en 1978.

El trágala ha hecho que el ciclo político español entre progresistas y conservadores, o si se prefiere entre izquierda y derecha, haya sido muy radical, con giros bruscos y dramáticos, en los que cada cambio político traía la voluntad de acabar con toda la obra legislativa anterior. Una perversa tendencia a partir de cero, de borrón y cuenta nueva, como si nada de lo que se hizo en el periodo anterior valiese la pena.

Parecía como si la transición política de 1979 y el consenso sobre el que se construyó la nueva Constitución hubieran dejado aparcada esa tendencia a hacer comulgar al adversario con ruedas de molino. Pero no estoy muy seguro. La segunda legislatura del Partido Popular significó un cierto retorno a esa voluntad de imponer las propias visiones del mundo a los otros. Pero confieso que ahora me entra la zozobra de que eso mismo se quiera practicar respecto de los conservadores. La cosa comenzó con el plan Ibarretxe, pero puede seguir con otras demandas de reforma estatutaria o de simples cambios de políticas del anterior Gobierno.

Existe una ley en el mundo físico que establece que a toda fuerza que se ejerce sobre un cuerpo, llamada acción, se opone otra de igual intensidad pero de sentido contrario llamada reacción. Probablemente este principio vale también para el mundo social y político. Es algo que se debería tener en cuenta. Sin duda, José María Aznar no lo hizo a la hora de calcular las consecuencias de su trágala a gran parte de la sociedad española, con leyes como las de educación o su política de alineamiento con la política imperial del Gobierno de George W. Bush. Y la reacción ha sido de igual intensidad, aunque de sentido contrario. Pero la existencia de esa ley deberían tenerla en cuenta ahora también todos aquellos que reclaman cambios en las políticas aznaristas, en los estatutos y en la Constitución.

Porque algo de trágala tiene, a mi juicio, la decisión de la nueva consejera de Enseñanza de la Generalitat de suspender motu proprio la vigencia en Cataluña de varios artículos de la ley educativa del Gobierno de Aznar, que había sido votada y aprobada en el Congreso de los Diputados. Un trágala no sólo al anterior Gobierno, sino también al futuro Gobierno de Rodríguez Zapatero, que ya había anunciado que reformaría esa ley en el Congreso, pero que se ha visto obligado a tragar por anticipado la decisión de la consejera. Algo similar se puede decir de la forma como está discurriendo la polémica sobre la posibilidad de una selección catalana de hockey sobre patines y la ocurrencia de que se busque otro nombre para España. Y también la idea de que la única lengua oficial reconocida en Cataluña sea el catalán. Por lo que veo, la frase "sentido común" sólo fue un lema de campaña.

No puede ser que nos desayunemos cada mañana con alguna nueva ocurrencia, en esa carrera que parece haberse iniciado para ver quién la dice "més grossa". Porque en muchos casos se trata de eso, de ocurrencias, no de ideas pensadas y largamente maduradas. Mi impresión es que, si no se encauzan bien, se producirá pronto una fatiga social con las propuestas de cambio de políticas y de reforma estatutaria. Porque las sociedades, como los materiales, experimentan también fatiga con las reformas o cambios continuos. Una fatiga social como la que acabó con la era aznarista.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

La cuestión importante, como casi todo en la vida, no es lo que se quiere, sino la forma como se quiere lograr. El tema de la selección de hockey puede ser un ejemplo. Es cierto que en el Reino Unido existen varias selecciones nacionales de fútbol que participan en competiciones internacionales, sin que eso ponga en cuestión la unidad del Estado. Pero eso es así por dos razones. Por la propia historia del fútbol británico y porque existen competiciones en las que pueden participar varias selecciones de un mismo país y otras en que no, como los Juegos Olímpicos. Y lo que ha hecho el Reino Unido es acordar entre todos renunciar a participar como país en el fútbol olímpico. Y no pasa nada. Aunque es cierto que el fútbol es un deporte profesionalizado en el que la participación olímpica tiene poca importancia para la carrera de un deportista. Podemos acordar entre todos algo similar, pero no vayamos a las bravas.

El cambio y las reformas se tienen que hacer desde la continuidad con lo existente. La transición política a la democracia fue modélica porque se consiguió introducir lo nuevo a partir de lo existente. Pactemos la forma de llevar a cabo los cambios. Porque, al final, lo que no puede ser es que la España plural se entienda como una España a la carta.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_