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Columna
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Denunciar

Una de las curiosidades del lenguaje mediático (ese lenguaje que hemos forjado entre todos, tras millones de mensajes enviados a los medios y de intentos de incidir en la opinión pública) es la fortuna que ha traído al verbo "denunciar". Realmente, nos pasamos la vida denunciando, y no puede decirse que el oficio obligue a visitar reiteradamente los juzgados. Es verdad que se denuncian cosas ante los tribunales, pero en los medios de comunicación el verbo denunciar alcanza un amplísimo sentido. Se denuncian actitudes y decisiones, se denuncian normativas y tomas de postura, se denuncian nudos de carreteras y accidentes geográficos. Denunciamos a tiempo y a destiempo. Con causa o si ella. Denunciamos desde una presunta integridad de denunciantes, que denuncian todo lo denunciable. Denuncian los sindicatos y las oenegés. Denuncian los movimientos ciudadanos y los partidos políticos. Denuncian las asociaciones feministas y los grupos de presión. Se puede decir que todo colectivo organizado ocupa buena parte de su tiempo en denunciar, en denunciar a diestro y siniestro. La izquierda abertzale ha hecho del verbo uno de sus talismanes más queridos. Batasuna denuncia. En euskera, salatu: salatzen du. La prensa euskaldún llena sus titulares con salatus y salaketas. Joseba Permach o Pernando Barrena denuncian las cosas más variopintas y de hecho no hay semana en que no tengan algo que denunciar, con tal de que no sea la intocable actividad etarra.

La utilización del verbo denunciar comporta grandes ventajas. El que denuncia alude a una realidad presumiblemente injusta. El que denuncia señala responsabilidades. El que denuncia dirige el foco hacia un tercero, un tercero que a partir de entonces tendrá que explicarse, justificarse, preparar el correspondiente pliego de descargo. El que denuncia se coloca en ventaja y el denunciado debe apresurarse a recuperar el terreno perdido. Al contrario que en las actuaciones procesales, en las denuncias mediáticas la presunción de inocencia juega a favor del denunciante. El que denuncia señala un agravio y el denunciado padece la carga de la prueba. El que denuncia comparece ante los medios con un halo de integridad, de insobornabilidad, de honesta militancia. Frente a la denuncia pública, el denunciado parece una rata que se esconde tras secretas iniquidades, un ser torvo y mezquino que, acorralado al fin por los titulares de prensa, se verá obligado a formular una sarta de mentiras para maquillar su declarada vileza.

La perversidad de la denuncia en los medios surge de una confusión semántica largamente trabajada por los colectivos más aguerridos y militantes. Según el diccionario de la Academia, y junto a otras acepciones más técnicas, denunciar tiene dos sentidos: Noticiar, avisar, por una parte, y, por otra, participar o declarar oficialmente el estado ilegal, irregular o inconveniente de una cosa. Si nos olvidamos del adverbio oficialmente, y si mezclamos el primer sentido con el segundo, el denunciante alcanza el prestigio de un oráculo, la fortaleza de un moralista y la credibilidad de un ser infalible.

Muy incómoda resultará la vida a la persona o institución que haya sido denunciada ante la prensa, hasta el punto de añorar una auténtica denuncia judicial, ya que al menos las leyes procesales ofrecen algunas garantías. Pero frente a la denuncia mediática no hay réplica segura. Quizás la profunda cobardía que subyace en la denuncia mediática se revela en la definición que daba de la palabra el diccionario de la Academia en su edición de 1734. Allí se definía denunciar como delatar en juicio a alguna persona por delito que se dice haber cometido. Hace tiempo que la denuncia no necesita de tribunales para su ejercicio. Quedémonos con dos connotaciones semánticas: la de "delatar" y la de delito que "se dice" haber cometido. Todo esto adquiere un aire inquisitorial que circula diariamente, con soltura, sin pudor alguno, por los telediarios, los diarios y los boletines radiofónicos.

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