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Columna
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Susto en la terraza

La terraza de un mesón granadino a mediodía. Sol resplandeciente. Cielo azul. Alguna nube perezosa. Insólitas vistas de cumbres nevadas. Naranjos y limoneros cargados de fruta madura entre los olivos lozanos y altos de esta zona privilegiada desde donde se presiente, pero no se atisba, el Mediterráneo, que "juega a dos pasos con sus guijarros" como en la canción de Bécaud. La parra virgen está brotando: pronto, para proteger a los clientes de los rigores veraniegos, techará todo el recinto. Ya está la primavera, en fin, aunque las lluvias anunciadas retrasen unos días su plena exuberancia. La felicidad de los presentes es palpable. ¿Cómo no, ante panorama tan hermoso, con el calor acariciándoles la cara y recordándoles -en su mayoría son británicos y teutones- la inmisericordia climática de sus países de origen (seguir los boletines metereológicos de Sky News o de BBC World explica muchas cosas de los del norte, condenados a padecer eternamente un clima intolerable)?

De vez en cuando acostumbra llegar hasta la terraza, desde el litoral, una suave brisa conocida localmente como "la marea". Y hay días en que sopla un viento del norte respetable. Para que los manteles no vuelen, el propietario los suele sujetar con cuatro pinzas metálicas, sabio expediente aprendido en Mallorca. Funcionan como Dios manda, y a menudo su eficacia es tema de elogiosos comentarios por parte de los que aquí acuden a comer y a beber. No es sorprendente, pues, que a la niña de cuatro años le hayan llamado la atención, ni que empiece a experimentar con ellas, ni que, al mirar a su alrededor, tome nota de que todas las mesas las tienen, ni que se le ocurra que formarían, reunidas todas juntas, una bonita colección.

Los primeros comensales no protestan al iniciar la niña su trabajo de expolio. Tal vez no quieren ofender a sus padres, inconscientes de lo que ocurre. El problema empieza cuando la criatura llega, con ojos retadores y ya con cuatro o cinco piezas secuestradas, a la mesa de una turista inglesa que come sola en un rincón. Al constatar con asombro que la pequeña ya le ha quitado una pinza y se apresta a retirarle otra, la inglesa le pide que desista de su propósito. Sin éxito. De modo que hay que impedir físicamente -mano encima de mano- la siguiente sustracción. Resultado: gritos de rabia, intento de morder, repentina aparición de la madre, ¿qué pasa?, explicación, y la niña llorando en el suelo. Al abandonar la familia la terraza media hora después, los padres no se dignan mirar ni decir palabra a la extranjera, a quien la niña, sin recriminación alguna de sus progenitores, le espeta "¡Tonta, tonta!".

Traigo esta veraz historia a consideración del senado sin ánimo de generalizar acerca de los padres españoles, que a lo mejor no son ni mejores ni peores que los suecos o los chinos. De todo habrá. Lo cierto es que, aquí o fuera, al niño a quien se le permite todo le hacen un flaquísimo favor. El poeta Wordsworth, antes que Freud, dijo que "El niño es padre del hombre". Dios nos libre de los hombres que han sido críos demasiado consentidos.

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