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Columna
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De lo horrible al horror

El problema no es confundir lo agresivo con lo violento, sino limitar lo violento a lo que se presenta y se representa con agresividad. Lo grave es no reconocer la violencia cuando no tiene apariencia de tal; cuando se expresa fuera del estruendo, de la imagen cruda, del gesto afilado. Lo terrible es que esa violencia sin aspecto, refugiada en los márgenes de la brutalidad pueda pasar desapercibida y quedar, de ese modo, impune, sin respuesta. Tampoco habría que confundir lo horrible, que es sólo una versión, con el horror, que es una categoría y una comprensión. Un entendimiento, además, que la mayoría de las veces sólo puede alcanzarse lejos o por debajo de la crudeza, de la literalidad sangrante de lo horrible.

Creo que hay motivos más que sobrados para deplorar el tratamiento mediático que, en las horas posteriores al atentado, recibió el 11-M. Y no me estoy refiriendo ahora a la mano negra del Gobierno, sino a la difusión en medios de prensa, privados y públicos, de imágenes espeluznantes: primeros planos de cadáveres, cuerpos destrozados, personas cubiertas de sangre o abrumadas por el miedo y el sufrimiento. (Las mismas imágenes que los más prestigiosos medios de comunicación europeos sólo publicaron después de someterlas a un tratamiento de suavizado, tapando o difuminando los rasgos, o traduciéndolas al blanco y negro. Y tendríamos que preguntarnos en serio por qué se recurre aquí a una práctica informativa que nuestros vecinos consideran inaceptable).

Esa exhibición es criticable, primero y fundamentalmente, porque atenta contra la intimidad y la dignidad de las víctimas y sus familiares. Y además por lo que supone de agresión a la sensibilidad y diría que al espíritu de quien abre un periódico o encienda la televisión sólo porque quiere informarse y así acercarse a la tragedia. Pero esa cobertura es lamentable y preocupante también porque la literalidad de la imagen brutal, de la escena siniestra, puede ocultar el horror. Tapar el horror bajo la insistida capa de lo horrible. De manera que el horror, apresado, confundido en lo horrible, no se distinga y se quede por ello sin réplica.

Lo horrible es una visión; el horror es una comprensión que tengo que buscar, más allá de la sangre, de los cuerpos mutilados, de los rostros reconocibles de los muertos, en el hecho, por ejemplo, de que la secuencia televisada de imágenes atroces se interrumpiera también aquel 11 de marzo, a intervalos regulares, perfectamente calculados, para dar paso a la publicidad.

O en el desamparo, por ejemplo, del inmigrante sin papeles que no entiende el idioma y queda por ello excluido de las informaciones. Y que espera ese día, en su casa, en esa oscuridad sin datos, espera y espera a quien no va a llegar. Y luego no sabe dónde ir a buscarlo y finalmente no se atreve a reconocer a su pareja o a su amigo desaparecidos; y ahora tiene que hacer largas colas ante una ventanilla oficial para mendigar lo que aquel día le prometieron: una carta de naturalización al precio de la vida de un ser querido.

O en el temor, por ejemplo, de que tanto sufrimiento, tanta gente de repente sola o desamparada, tantos proyectos personales truncados, de que todo eso tenga como primer y fundamental efecto, como única consecuencia durable, el que nuestra libertad se ponga en entredicho, o bajo sospecha. Lo horrible no es más que una visión; la comprensión del horror se concentra, para mí, en el pensamiento de que tampoco esta vez se acudirá a las soluciones verdaderas, que tampoco a pesar del 11-M se meterá la mano en los paraísos fiscales, por ejemplo, para cerrar el grifo de la financiación terrorista; de que todas las manos servirán para registrar nuestras maletas, bolsos, neceseres, bolsillos o zapatos; una vez y otra vez, en todos los aeropuertos o en cualquier esquina. Y luego más, quiero decir menos de libertad, en nombre de nuestro bien, naturalmente.

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